lunes, diciembre 10, 2007

Del Amor y Otras Demencias

—Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte:

—¡Oh, ven; ven tú!
Gustavo Adolfo Bécquer




El amor empieza por una metáfora. Dicho de otro modo: el amor empieza en el momento en que una mujer inscribe su primera palabra en nuestra memoria poética.
Milán Kundera.


Para Yaquelín:
Que grabó esa palabra irremediablemente.


“Pareado del loco poeta”

Soy un buscador, un exegeta,
pobre rimador con pasión de poeta,
que de tanto maltratar la estrofa
tontamente logra cosechar la mofa;
pero baste en la defensa de este vate loco
(que no es transitoria, ni siquiera un poco)
alegar las razones que a la grave musa
deja anonadada, contrita y confusa,
pues también habría que sentar a Eros
en el espurio escaño de los verdaderos
culpables, estos que esgrimen la lira,
con el febril pulsar de aquel que delira
en un dulce sueño o amargo desvelo
hallando en el verso amable consuelo
y no menos cómplice sea Afrodita,
que en la brusca mar espumeante levita,
de la destemplanza de este genio oscuro
de extraviada mente y corazón puro,
que no ha mucho erraba sin rumbo
desencadenando un fuerte retumbo,
del que se alejaban las mariposas,
las alegres camelias y las tibias rosas
y que ahora herido de malsana flecha
los más finos manjares desecha,
cual si fueran despreciables e impíos
prefiriendo el agua clara de los ríos.
Pues no sabiendo ni como ni cuando,
un poco riendo y un poco cantando,
del robusto pecho desaparecía
muy valiosa joya, con alevosía
arrebatada, por ingenua diosa
de risa celestial y escandalosa,
quien no apercibida de esta ausencia
le ha hurtado a la vista su presencia.
Ahora la mente de este pobre yerra
cual la de aquel trovador de su tierra
cuando le abandonó la tierna paloma
hacia la anhelada libertad de la loma.
Son sólo suspiros, sólo son sollozos.
(y ciertos pensamientos maliciosos)
Visto el caso y comprobado el hecho
que nos ha asombrado y nos ha desecho,
notando en este alegato las razones,
no siendo otras que de corazones,
sin misericordia suplico a los jueces
condenen a este loco con creces.

"Arte poética"
¿Es útil definir la poesía?,
¿no está ella en todas las cosas y en todas las partes?,
¿no dicen que es la reina entre las artes?,
¿no será razonarla una utopía?

Ya han hecho este árido ejercicio
todos los poetas desde los tiempos remotos
desde las grandes ciudades a los bosques ignotos
sin conseguir precisar este oficio.

No pretendo proponer una estética
ni un modo de hacer, ni una tendencia;
dejo aquí sólo una sentencia:
“tú eres mi arte poética”


"¿Quién fuera original!"
Te está mirando un grotesco sijú
que ni sospecha lo que es poesía;
necio es, pues sólo basta que rías
para saber: “poesía… eres tú”

Releo y releo el poema veinte
y pudiera escribir un verso triste;
talvez preguntaré si me quisiste
cuando llegue al ciento veinte.

Estoy escuchando en la victrola
a Silvio y su gota de rocío
yo quisiera que llegara el estío
para acariciar tu suave corola.

Intentando estoy de ser original,
pero el camino se me torna espinoso:
treinta siglos de poetas virtuosos
componen el parnaso universal.

“Cuestión de Medidas”
Treinta kilómetros
suena ilimitado.
¿Cuantos hectómetros
nos han separado?
En muchos hexámetros
se mide el pecado.
¿En que rotundo diámetro
me has olvidado?
Si hasta un milímetro
es demasiado.

“Parte de Guerra”
En este parte de guerra
del corazón,
se cuenta que ha caído
un hombre apenas,
por allá por la sierra
de la ilusión,
de muerte herido
pero sin penas.

“Amaneceres”
Prefiero los amaneceres
cuando el cielo se arropa de topacios
cuando el sol viene de menos a más
más tibio
más lumbre
más tú.


“Me exige la Musa”
Me exige la Musa que haga un soneto
a la hermosa flor del mediodía;
pero yo la esquivo en este día
cuando te menciono en los tercetos.

Ya voy llegando en un aprieto
del difícil oficio de la rima,
casi sin aire alcanzo esta cima
fría, azul y árida de los cuartetos.

Me adentro en estos mares tumultuosos,
de raudos torrentes de plateada luna,
vistiendo lentejuelas de delfín.

Y no temo a los rayos estruendosos,
ni me entretiene valla ninguna
cuando al fin te nombro Yaquelín.


“Cuando ríes”
Estrellas en el cielo se amotinan
celosas de lo claro de tu brillo.
Las mariposas murmuran por el trillo
y los oscuros senderos se iluminan.

Destellos de tu risa esclarecen
las más profundas de la cuevas,
matizan de colores flores nuevas
y hasta las alimañas se enternecen.

Las ondas de tu risa por el aire
renuevan el rosado de las tardes,
ríen los viejos tristes sus alardes
y las iglesias recobran su donaire.

Como elixir que cura mi quebranto
es tu risa argentina, bulliciosa;
de mi corazón, cadencia tempestuosa
y la fuente melodiosa de mi encanto.


“Gravitaré en tu sol”
Gravitaré en tu sol
mientras dure la noche;
si no me voy en su coche
me fundo en su crisol.

Me hundo en este mar
y me ahogo en tu sangre.
Ni me muero de hambre,
ni puedo respirar

Tu torbellino me arrastra
como ciclón tropical
y en tu copa de cristal
todo mi cuerpo se lastra.

Me lanzo a tu enramada
como gota de aguacero,
como se lanza el lucero
tras la luna enamorada.

Me sumo en este lío
como la lúcida flecha
sin dirección y sin fecha,
que cayó en el dulce río.

Hoy me voy a desplomar
en este negro agujero,
como el triste caballero
en su doncella lunar.

El amor es como un fuego
que necesita de hogar.
Ya no se podrá apagar
este que yo te entrego.


“Pero ¿si fueran dos…!”
Me sabe la pechuga
fosforescente;
adornada de lechuga
es excelente.
Pero, ¿si fueran dos…!

Tengo una mesa sin patas
y una silla,
fritada de patatas,
una morcilla.
Pero, ¿si fueran dos…!

Escuchando a Sabina
en la butaca
con su bar, su cantina
y su matraca.
Pero, ¿si fueran dos…!

Pasan a Almodóvar
en la tele
y cuando me despierto,
los carteles.
Pero, ¿si fueran dos…!

El cuarto está encendido,
cama vacía.
Ya me hago el dormido.
¡Que hipocresía!
Pero ¿si fueran dos…!


“Mi isla del tesoro”
Cual pirata Morgan avaricioso
que se niega a compartir lo robado,
te amo en silencio, disimulado
y defiendo mi hallazgo, celoso.

Como el oro, que en su escarcela,
cuida feliz el avaro codicioso,
oculto tu reflejo en hondo pozo,
defiendo el brocal y erijo cancela.

Como el mítico Gollum, del anillo
cuidador, de todo hobbit recela,
blando un verso, me trueco en centinela
cierro el paso y tapo un ancho trillo.

Insomne guardián, mi fortuna velo
de ojos que miran con avaro brillo.
Levanto parapeto en un cerrillo,
y te escondo en un mundo paralelo.

Así, de enamorado, tu recuerdo doro.
Así de enfermizos son mis celos.
Soy un Capitán Flyn de caramelo,
vigilante de mi isla del tesoro.



“Ya tu barca no carena”
Ya tu barca no carena
en este puerto de mar,
ni me prohíbe rezar
a la virgen Macarena.

En tus ojos de melaza
se endulza mi corazón.
Está atrapado el moscón
en lo blanco de la gasa.

Caracolas, caracolas,
caracolas de coral,
que asisten al funeral,
en la orilla, de tus olas.

Ya está la luna de plata
en lo altísimo del cielo
y hay un bordado de duelo
en la blanda hoja escarlata.

En la orilla de aquel río,
donde murió el siboney,
a la sombra de un mamey,
paso hambre, sueño y frío.

Esta nave que aluniza
en tu pezón orbital.
Esta llanura del mal.
Este monte que agoniza.

Va riendo Yaquelín
en un carrusel de fuego.
En el juego que ahora juego
va llorando un Arlequín.

“¿Dónde se esconderán mis amuletos”
¿Dónde se esconderán mis amuletos,
mis patas de conejos de la suerte,
mi trapo rojo, mi piedra de quererte,
la copia original de mi libreto?

¿Por qué no surte efecto mi panfleto,
mi labia colosal, mi lengua inerte,
mi insomnio tenaz, este aguafuerte,
caricatura mordaz de mi esqueleto?

¿Por qué me ha abandonado la fortuna
mi genio protector, mi buena estrella?
No me queda ya esperanza alguna,

si de sólo pretender tu corazón,
hasta mi Eleggua pone querella
y se marcha de juerga la ilusión.

“Veo el manso río, la montaña”
Veo el manso río, la montaña,
desde mi balcón, y las palmeras.
Refulge el sol en las riberas,
pero, te confieso, se te extraña.

La natural belleza no me engaña
con sus perfecciones pasajeras.
Si muriendo de amor tú me quisieras,
en morir te demostrara maña.


A lo lejos vuelan las gaviotas
sobre la ciudad de la esperanza
y un pájaro fugaz trina sus notas.

Da un destello de sol sobre la alfombra
y hasta donde mi locura alcanza
tocaría y besaría hasta tu sombra.


“¿Qué son los amores sino esto?”
¿Qué son los amores sino esto?:
insomnio, desgano y sudores;
angustia, recelos y temblores;
quedar dormido con lo puesto;

un doblar continuo de tambores;
combatir con un rival supuesto;
un ramo de flores sin un cesto;
un amanecer sin resplandores.

Como un zombi, me calzo y me visto;
me conmuto de ateo en creyente;
ofrendo tabaco y aguardiente;
te pongo velas y ya creo en Cristo.

Consulto un médium que lee barajas
y adivina el día de mi muerte.
Gasto el presupuesto de quererte.
Compro decepciones en rebajas.

Disco el guarismo de la suerte
y no gano la lotto del hablarte.
Empeño mis labios de besarte
y no me dan ni un peso fuerte.


Me trueco en policía secreta;
te persigo cerca cada paso;
no hallo pruebas para armar un caso;
tendré que inventar otra treta.

Cargo un fardo que se lleva dentro.
Se me decoloran las auroras.
De esta forma renquean las horas
el largo camino de tu encuentro.


“Por un beso”
Ojalá pudiera invitarte a Roma;
en París, ver Notre Damme, la iglesia;
darnos un saltito por Venecia
y en San Marcos besarte, paloma;

subir, tú y yo, a la mesa de la loma
en Cape Town, escalando el cable,
y en Madrid darte un beso amable
que me sature el alma con tu aroma.

Cometiera, loco, tiernos excesos:
marcharía feliz por los jardines,
me ataría al cinto la corbata,

me pondría al revés los mocasines,
gastaría todo mi doblón de plata.
“yo no sé qué te diera por un beso”

“Un diamante del tamaño del mundo”
Soy minero, buscador de la mina,
sin pico, ni mechero, ni gasolina.
Con el cuerpo tiznado bajé a lo profundo
y encontré un brillante del tamaño del mundo.
Traté de subirlo a la superficie
con mucho cuidado y sin malicie,
pues aunque duro, frágil es
y si se quebrara sería un revés.
Ya yo lo veo en la claridad
como una montaña en su inmensidad,
pues aún cubierto de polvo fino
del carbón madre y de los caminos,
resplandece con opaco reflejo
envidia de los astros y de los espejos.
¿Quién pudiera sus facetas tallar,
sacarle fulgores cual agua de mar?
Si fuera yo el dichoso artesano
puliendo sus aristas con mis manos;
pero sólo soy un pobre minero
sin arte, ni suerte, ni dinero.



“En el pozo del amor sin cabestrante”
En el pozo del amor, sin cabestrante,
hay un paisaje de cielo con sus pinos
y por mucho que me esfuerzo no adivino
que hace allí tu belleza coscurante.

Mi corcel no se llama Rocinante,
ni mi gorra es el yelmo de Mambrino.
Si en mi lucha no faltan los molinos
no es razón para ser de los andantes.

¿Cuál será el sino de este caballero
que rinde ante ti sus armaduras?
¿Será como el de aquel primero,

el de las esforzadas andaduras,
cuerpo enjuto y extraviada mente,
que suspiraba por la dama ausente?

“Que aires se da la aldeana”
Que aires se da la aldeana
que ha robado mi razón,
que duro su corazón,
que indiferencia más llana;
que claro, de su rostro, emana
la belleza de su aldea.
La dulce miel colorea
todo el iris de tus ojos,
¡cómo se llena de abrojos
tu camino Dulcinea!



“El cantar de los oráculos”
He interrogado a Yahoo
acerca de mi destino;
en la respuesta, estás tú
en el centro del camino.

Buscando en el firmamento
signo que me den los astros;
junto al de mi tormento
no dejo de hallar tu rastro.

He reorientado mi antena
y sondeo los canales;
tú imagen viene, apenas,
sin anuncios comerciales.

Me aplico a la cartomancia;
en cada carta tu rostro.
Mire usted que redundancia;
sale junto al de mi monstruo.

Me llaman al celular
(un número equivocado)
“Ella te tendrá que amar”
dice el hombre y ha colgado.

Me consulta un babalao
entre tabaco y alcoholes.
“Ella te tiene amarrao…
te salió en lo caracole”

Ya sea en la tradición
o en nuevas tecnologías,
se pregunta mi razón
si alguna vez serás mía.

“¿Si me quisieras?”
Talvez debiera decir, como el poeta,
que no seré feliz y que no importa.
El cuerpo gime y la vida se acorta,
sufriendo más el hombre que el esteta.

Girando continúo en tu glorieta,
concibiendo este amor que no se aborta.
Sea la esperanza rara, mas no corta,
de alcanzar tu corazón y tu silueta.

Tengo ya mi retablo carcomido
de rezar a la hora en que te has ido,
sin que regreses de las anchas eras.

Si tan sólo en un soplo de extravío
correspondieras este afecto mío.
Mi amada Yaquelín: ¿Si me quisieras…!


“Cual lo duro de una peña”
Cual lo duro de una peña
es tu corazón, preciosa.
Tras lo blando de la rosa
mi corazón se despeña.
Mi verso, cansado, sueña
amanecer a tu lado,
junto a tu seno dorado,
viendo tu dulce cintura
y admirando la hermosura
de tu rostro adormilado.


“Hoy me he sentido Eufórico”
Hoy me he sentido eufórico
al lado de mi doncella,
que la he encontrado tan bella
como un ornamento dórico.
Ardiente como el fosfórico
material que el aire inflama,
caliente como una llama
que en el crisol se rebosa,
mi esperanza riendo osa
preguntar si ella me ama.


“Si la pudiera encontrar”
Abeja, Abejita,
que libas el azahar,
dime si has visto volar
por allí mi lucecita.

Radiante Mariposa,
que la rosa galanteas,
di si contigo aletea
una damita graciosa.

Oloroso Laurel,
que sombreas el sendero,
se me ha perdido un lucero
retozón en tu vergel.

Extraviada la Luna
en lo hosco de la noche,
no le hago ni un reproche,
¿y cara fea?, ninguna.


¿Quién me pudiera ayudar
con esta pena que tengo…?
Le daría un beso luengo
si la pudiera encontrar.


“Nave de Amor”
Se han soltado las amarras
de mi nave que deriva
por los oscuros mares
tempestuosos del amor.

La acechan el nubarrón
de los celos demenciales,
y el profundo desgarrón
que en mi velamen provocan
el desdén, la indiferencia
y el silencio de una boca.

La bravura del oleaje
de tu calmada presencia
ha roto mi cordaje
y me crujen los maderos
ante el cerco de tu ausencia.

Se resienten mis morteros
ante tanto fuego inútil
disparado en andanadas
de poemas peregrinos
acosados por la fútil
tendencia de estos tiempos
desatenta de los bardos del camino.

Y entre náufragos temores,
a la luz de un subterfugio,
veo, todavía cuerdo,
que no encontraré refugio
ni siquiera en tu recuerdo.

“En la playa”
En arena gravé un nombre
una ola lo borró
La ola no sabe, no,
la soledad de este hombre.

Brilla la arena de cuarzo.
Brillan las olas del mar.
Yo te pudiera besar
desde febrero hasta marzo.

Conversan, enamorados,
en la orilla de la playa.
Yo tengo un verso que estalla
y un amor desesperado.

Viene un perro cariñoso
cuando olfatea mi olor.
Saturado estoy de amor
y salta el perro, dichoso.

Se deja peinar la duna,
benévola, por el aire
y yo olvido tu desaire
contemplando la laguna.


Cape Town en el horizonte,
adonde mi vista alcanza.
Va subiendo mi esperanza
sobre la mesa del monte.

Se baña el canto rodado
en el fulgor de las olas
y yo sigo aquí, a solas,
sin un beso apasionado.

“Tres corazones negros”
Tres corazones negros
encontré en la playa;
nos hicimos amigos
pues allí lloraban.

Tropecé una mariposa
exhausta sobre la arena;
de cuerpo una caracola,
mas le faltan las antenas.

En la playa del amor
las caracolas son mariposas
y las piedras corazones,
pero me falta una rosa.

Hastiados y jadeantes van,
hacia el puerto, los navíos.
Me traje tres corazones
y en la playa quedó el mío.


“Amar”
Se me han perdido los verbos
que designan las acciones,
creo escuchar oraciones
en el pico de los cuervos.
Con ojo admirado observo
las vueltas que da el azar.
La suerte puede tocar
a mi puerta cualquier día
y hacer de mi poesía
un solo verbo: amar.

“Amor”
He destilado canciones,
he triturado poemas;
estoy buscando fonemas
de febriles emociones.
Con un as de corazones
voy conjurando el dolor;
ni una duda, ni un temor
se alberga en mi pecho altivo;
queda un solo sustantivo
que en ti se nombra: amor.

“Estar enamorado”
Cuando te falte una costilla
y el corazón te lata con desgano,
cuando te brote una letrilla
y la pluma te tiemble entre las manos,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando veas en la vitrina
ese vestido que le hubiera gustado,
cuando aspires en todas las esquinas
aquel perfume que le has regalado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando quieras parecer un cóctel
de Tom Cruise y Leonardo di Caprio,
cuando quieras ambicioso tener
todas las virtudes y los siete pecados,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando veas en la erótica web
que tu sitio ha sido cancelado,
cuando busques en la red
y sólo su nombre sea el resultado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando multitud de rostros
en uno solo veas conjugado,
cuando te reten los monstruos
del presente, del futuro y del pasado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando tu sueño de amante
te mantenga de noche desvelado
y tu apetito cante
el himno del desterrado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando al despertar ansioso
la busques en la almohada, a tu lado
y descubras dichoso
que ella es lo que siempre has soñado
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando pases todo el día
esperando anhelante su llamado
y el teléfono te insulte
con un guarismo equivocado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando, en medio de la calle,
triste te sientas y desamparado
y sin ella, un laberinto halles
en el supermercado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando por ella renuncies a tu fe
para creer en un solo milagro,
cuando la busques en el fondo del café
y en el humo del cigarro,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando sientas celos
hasta de la sombra de tu sombrero tejano
cuando mires al cielo
pensando que Dios te castiga en vano,
ese día sabrás
que estás enamorado.


Cuando a veces prefieras morir
que verte rechazado,
cuando sólo valga la pena vivir
estando a su lado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando, al brotar de una lágrima
veas el cielo nublado,
cuando en tu cara la lástima
ponga el cartel de “OCUPADO”,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Cuando imagines su casa
y tus hijos corriendo por el patio,
cuando creas en tus canas
algún día reposando en su costado,
ese día sabrás
que estás enamorado.

Si estas dispuesto al sacrificio,
a pedirle visa al consulado,
a adorar otro santo, a cambiar de oficio,
a abaratar tu orgullo en el mercado,
entonces sabrás
que estás enamorado.

“Allá en el monte sombrío”
Allá en el monte sombrío
reina el verde Marabú.
Tiene guarida el Sijú
donde rompe el lomerío.
Y en el susurrante río,
en cuyas aguas me arrojo,
puso a su amor un cerrojo
una guajira divina,
clavándome dura espina
que en el corazón alojo.



“Conjugaciones”
No creía quererte pero te quería.
No quiero quererte pero te quiero.
No podría quererte pero te querría.
Nunca querría decir: “te quise”
Siempre querría que me quisieras
y te querré como no te han querido.
¿Jamás seremos de los que se quieren
siendo yo de los que queremos?
¿Pasaré a tu memoria como el que querías
o seré de los que te quisieron?
Quizás un día sepas que me quisiste
o talvez recuerdes al que te quiso;
pero a pesar de que no me quieres,
todavía creo que nos querremos.

“La sonrisa de Gioconda”
Hoy la soledad me ronda
como siempre, en mi cabeza;
adivino sin certeza
la sonrisa de Gioconda.
¿Es una verdad redonda
que tiene que ver conmigo?
Lo intuyo, mas no consigo
descifrar su raro enigma.
¿Se referirá al estigma
que llevas bajo el ombligo?

“Champán en sus fresas”
Como deuda es la promesa,
yo me había prometido
regresarte del olvido
donde te encontrabas presa,
poner champán en tu mesa
para acompañar las frutas,
más que grandes, diminutas,
pero de rico dulzor;
preñadas iban de amor
que he encontrado por mi ruta.

Hoy te regalé las fresas
pero el champán escasea.
¡Mira si la cosa es fea!

Espero en otra ocasión
hacer regalo completo:
algún platillo repleto
con las lonjas de jamón,
aceitunas, requesón,
todo tipo de aderezos,
el fruto de los cerezos,
ese licor espumeante
y un poco de amor picante
endulzado con mis besos.


“Opus 57”
Hay una muchacha en Ópticas Müller
con el rostro más lindo de Cape Town;
yo la he visto algún lunes
con sus ojos color Brown.

En el mundo habrá millones de muchachas
con ojos preciosos, más hermosos que los tuyos;
pero son tus ojos, tus ojos de melaza
los que me llenan de orgullo.

Iba riendo por la calle Long
y su risa fue un terremoto;
dientes blancos, como el algodón;
la llevaba un galán en su moto.

En el mundo habrá millones de doncellas
con dientes preciosos, más blancos que los tuyos;
pero es tu risa, tu risa bella
la que más yo disfruto.

Ella tenía ese pelo tan lacio y sedoso
como en la revista de las vanidades,
la llevaba en su auto un señor, pretencioso
de la potencia y las velocidades.

En el mundo habrá millones de mujeres
con el cabello largo, más sedoso que el tuyo;
pero a tu pelo cantaré un miserere
cuando lo rocen estos dedos rústicos.

Esa chica que anida en el octavo piso
tiene un cuerpo escultural:
senos, piernas, nalgas, cabello rojizo;
con todo pelo y señal.

En el mundo habrá millones de modelos
con cuerpos hermosos, más sensuales que el tuyo;
pero yo, en las noches, me desvelo
pensando, sólo, en tu cuerpo menudo.

Hay un hombre escribiendo estos versos
con una mirada singular;
mira en su alma tu reflejo inverso
espejo de su soñar.

En el mundo habrá más de un trovador
que escriba versos más bellos que los míos,
pero estos versos llevan más amor
que toda el agua de los ríos.


“Yo tengo un amor muy triste”
Yo tengo un amor muy triste
en el ojo del ciclón;
yo tengo un amor en ristre
y terciada la pasión.

Mi amor es irracional
loco, maniaco perdido,
que ha libado en tu panal
y ha de morir en tu nido.

Este amor que sube cuestas,
cruza ríos, rompe montes,
es como una lanza enhiesta
como el canto del sinsonte.

No sabe mi amor de muros,
de rejas, ni callejones:
yo tengo un amor oscuro
huido de barracones.

Tiene atributos mi amor
cuando ha llegado a tu puerta:
una herida abierta en flor
y un chorro de sangre muerta.

Para llegar a tu cielo
le han quitado las escalas
y en el vértigo del vuelo
se ha roto mi amor las alas.

Mi amor, que no tiene suerte,
se quiere morir de prisa
y está esperando la muerte
colgado de tu sonrisa.


“Yo tengo un amor gigante”
Se me ha atascado el menguante
en lo arribita del cielo,
pues la luna tiene celos
de ver tu luz tan brillante.
Yo tengo un amor gigante
pariente de Pantagruel
que engullendo como aquel
todo lo que encuentra al paso
quiere beber de un porrazo
todo el dulzor de tu miel



“¿Preguntas porqué te amo?”
¿Preguntas porqué te amo?
No sabría definirlo,
pues simplemente te quiero
sin sentencias ni algoritmos.
Te amo porque te amo,
cuando fluye en mi organismo
como una miel duradera
más dulce que el maná místico,
como un río de ternuras
que llena en el mar abismos,
un parpadeo de estrellas,
un murmullo de caminos.
Amo de ti cada parte
o anatómico escondrijo
donde imagino mis manos
si en el sueño te acaricio.
Amo en tu pelo las vueltas,
los melosos ojos pícaros,
de tu rostro cada peca,
de tus cejas los pelillos
Amo tu nariz, tu boca:
quimera de los labios míos;
cada dedo de tus manos
con sus plateados anillos.
Amo el eco de tu risa
provocando un cataclismo
con epicentro en mi alma
que queda por el ombligo.
Por amar, amo tus huesos,
de tus venas los latidos,
de tu sangre cada gota,
de tu ropa cada hilo.
Te amo porque te extraño:
cuando no estás conmigo
cada hora es un rebaño
de minutos sin sentido;
cada segundo una pena
que me dan como castigo.
Te amo por cada paso
que das en tu recorrido,
cada lágrima en tus ojos
y el eco de tus oídos.
Te amo igual si eres brusca,
si se afean tus motivos,
si a veces no son tan dulces
los vocablos proferidos.
Te amo si me das odio,
te amo cuando das cariño,
amo en tu voz el susurro
como también amo el grito.
Te amo si te ves delgada,
si se resiente tu estilo
y mi corazón se estrecha
si no tienes apetito.
Por ti amo hasta tu madre
sin haberla conocido,
con todo el amor del alma
amaría yo a tus hijos.
Este amor es abundante,
este es un amor prolijo,
este es un amor perplejo
resolviendo tu acertijo.
Este es un amor de siempre.
Este es un amor mendigo.
Si a pesar de todo lucho
para que sea recíproco
es porque me ha dado pena
echarlo en el precipicio.
Dejar que este amor se pierda
será un crimen: amorcidio
y yo no tengo atenuantes
que me salven en el juicio.




“Abril”
Ya se marcha la misteriosa noche
se matiza de rosa la alborada
y me dice el reloj que está marcada
mi existencia con la ira y el reproche.

Con la luz matinal se pone broche
al cofre natural de la estrellada.
Con su fanal de luz nunca acabada
se desliza el sol en torpe coche.

El mundo que se ve por la ventana
me trae algún recuerdo del mañana.
Mi corazón late así, lento y ahíto,

a la sombra de una mínima esperanza
y la pluma de abril entra en confianza
cuando el cielo ya no es tan infinito.

“Mayo”
Después de Abril vino Mayo
presentando credenciales
de aguaceros torrenciales
y en mi corazón yo hallo
un latido de vasallo,
un amoroso compás,
un sentimiento tenaz,
casi un eterno rugido,
el misterio de un aullido
y un hambre, de ti, voraz.

“¿Porqué razón estás lejos?”
¿Porqué razón estás lejos?
¿Porqué no estás a mi lado?
¿Qué dragón te ha cautivado
dama de mil reflejos?
¿Qué cerrojos, que aparejos
te mantienen retenida?
Voy cabalgando sin vida
sobre fiel cabalgadura,
sin lanza y sin armadura
y es muy profunda mi herida.

“¿Que tendría que hacer para olvidarte?”
Tendría que morirme sabiamente
sin llevarme a la tumba mis recuerdos,
entrar al manicomio de los cuerdos
y curar mi locura plenamente.

Tendría que mirarte indiferente
con la mirada torpe de los lerdos,
tendría que llegar a algún acuerdo
con la memoria absurda de mi mente.

Tendría que matar un sentimiento.
Tendría que romper mi juramento.
¿Dónde iría mi sangre de adorarte?

¿Dónde irían mi amor y mi ternura,
dónde mi razón y mi armadura?
¿Qué tendría que hacer para olvidarte?



“Elegía inconclusa para un amor demorado”
Cuando el día me llegue de olvidarlo todo,
incluso la hora de mi muerte,
cuando llegue el tiempo del cansancio y del lodo,
del postrero minuto de quererte.

Recordaré una ciudad en un cabo del África
donde navegó mi buque de esperanza
para naufragar en tus costas geográficas
trampa, fin y escollo de mis alabanzas.

Recordaré que hubo una montaña
en cuyas laderas el amor se escondía
y yo lo buscaba sin tino y sin saña
en la oscuridad de los mediodías.

Recordaré que hubo un restaurante
donde te hablé mucho sin pedirte nada,
como un caballero mendicante
rinde las armas a su enamorada.

Recordaré, en fin, aquella playa,
estación destino del torrente atlántico,
donde escribí versos, en las olas que estallan,
fundando mis cimientos de poeta romántico.

Ese aciago día de una tarde lluviosa,
como de aquel invierno que no pasé contigo,
tomaré mi azada y cavaré honda fosa,
más honda que el infierno del castigo,

me quitaré el rostro convertido en máscara,
sembraré mi corazón en tierra buena,
desvestiré mi cuerpo de su cáscara
y guardaré mi amor en la alacena,

tiraré mi reloj de aguardarte a la basura,
redactaré con mano firme mi epitafio,
mulliré con tu voz la sepultura
y pensando en ti me moriré despacio.

“Por mucho que intento”
Por mucho que intento endurecer mi costra,
una tenaz coraza que me proteja de vos,
no logro, sin embargo, convertirme en ostra
y sigo con mis valvas partidas en dos.

Por mucho que trato de tornarme ciego
y de que en mi ceguera no verla más a vos,
hay una luz que penetra, ante la cual me pliego,
una luz que ilumina el camino entre dos.

Por mucho que quiero que mi barca recale
en un puerto seguro, alejado de vos,
no logro, no obstante, que alguien me regale
el abismo profundo que nos separe a los dos.

Por mucho que procuro de que me lleve el viento
donde no halle la más mínima noticia de vos,
se encogen mis alas ante el temor que siento
de también en el cielo encontrarnos los dos.

Si un día la muerte, esa sierpe a la espera,
nos trata indiferente como lo haces vos
agonizarán los relojes, heridas las esferas,
y te aseguro que nunca moriremos los dos.



“Para salvar tu nombre”
El tiempo corre de prisa,
yo me quedo aquí estancado,
a tu imagen voy clavado
y a tu telúrica risa.
Me baten, como una brisa,
los segundos en el rostro,
un minuto es como un monstruo
que mi existencia devora,
sus jaurías, en las horas,
me persiguen desde el ostro.

Pasa un año y su rondó;
ya no sé de donde vengo;
ni mínima idea tengo
de si el camino soy yo.
¿qué destino me arrojó
a la rueda de la suerte
que, sobre mí, carga fuerte
su inexorable demencia,
queriendo llenar de ausencia
el faetón de mi muerte?

Para alegrar su tristeza
necesitará mi tumba
el repicar de una rumba,
un concurso de belleza,
un baile con su fiereza
y un animal que escombre
sobre el cadáver de un hombre
el tedio y el desencanto,
para que mate mi espanto,
para que salve tu nombre.



“Olvido”
Ya no recuerdo tu rostro,
te juro que ni una peca,
ni un diente de tu sonrisa,
ni tu mirada traviesa,
ni una rosca de tu pelo,
ni una curva de tus piernas
y tus ojos de melaza
ya no son crueles hogueras
de las que abrasan por dentro
a un hombre de las cavernas.

He borrado tu apellido
que he convertido en la huerta
donde cultivo las viandas
que en las noches me alimentan;
las noches insoportables
de la soledad violenta
y de mencionar tu nombre
ya el corazón no me tiembla
debe ser la taquicardia
esa enfermedad abyecta
que padecemos los hombres
llegando a la edad provecta.

Si te conocí algún día
no tengo ninguna idea
aquella tarde en La Habana
mi disco duro no encuentra
y el insomnio de esa noche
fue un sueño aunque no parezca.

Ya olvidé la madrugada
en casa de Thomas ¿te acuerdas?
en que bailaste conmigo
que soy de cintura tiesa.

Tampoco me acuerdo ya
de aquella triste rabieta
en que me cabreé contigo
en un mitin de la sexta
y te saltaron las lágrimas
condenando mi conciencia
a este castigo infinito
que no merece clemencia.
Pero como no me acuerdo
perdóname aquella ofensa.

El día que cumpliste años
puede haber sido cualquiera;
de verdad que no recuerdo
que en medio de mayo queda,
ni que te di aquel perfume,
¿de que me abrazaste?, apenas.
¿Por qué cada dieciséis
voy a prenderle una vela
a una santa Yaquelín
que en el santoral no cuenta?

Y de aquel restaurante,
italiano, de primera,
donde te llevé ese día
a declararte mi pena,
Ay! que memoria la mía,
ya no sé ni donde queda.
¿No está frente a aquella plaza
de altas torres envuelta?
Se llamaba Baby algo
y la pizza no era buena.
Sólo pedí enamorarte,
no pedí que me quisieras,
y escribirte a cada rato
algún que otro poema.

¿Cómo era aquella rima
la vez de ser la primera?
¿Hablaba de la locura?
¿Hablaba de algún poeta?
Daría un millón de besos
si recordarla pudiera
pero he olvidado esos versos
como he olvidado su gesta.
¿Y a quién iban dirigidos?
Seguro no lo recuerdas.

Ay! como tengo la mente.
Creo padezco de amnesia.
¿era el voleibol el juego
en la que eras maestra?
¿yo era el que te acompañaba
en aquella competencia,
donde te serví refrescos
de los que beben atletas?
Tu corriste de relevo.
¿Quién te esperaba en la meta?

¿Estaba muy fría el agua
helada de la playa aquella
donde nadábamos juntos
según esta foto muestra?
Parece que nos reíamos
cuando formamos pareja,
sólo para el objetivo
de aquella cámara nueva.
Mi risa era de alegría
y la tuya, ¿de que era?

¿Cuando nos fuimos a Cuba?
Mi memoria no se acuerda
que te llamé cada día
y tú, ni una vez siquiera.
Que largos son los diciembres
que no caen en primavera.

¿Viviste algún día en casa?
El veinticuatro me suena.
¿Comiste alas de pollo?
No era buena la alacena,
ni era bueno el cocinero,
ni fueron buenas las cenas.
Yo no sé como engordaste
en tres semanas apenas.

¿Había allí alguna playa?
Yo no recuerdo, en la arena,
la sinfonía de fuego
mientras temblaban mis piernas,
ni dormir en el sofá
las madrugadas enteras.

Luego me he pasado un año
saltando de alegría en pena,
entrenando mi cerebro
en borrón y cuenta nueva,
de un amor que se resiste
tal como una mala hierba,
como la blanca brujita
que se esconde en la maceta;
tan solo un poco de agua
y resucita la muerta
porque tiene las raíces
bien prendidas en la tierra,
que en este caso es mi pecho
que mi corazón aprieta.

Otros amores tuve
se me abrieron otras puertas
y me posé en otras ramas
y disfruté otras violetas,
hasta que logré olvidarte
como se olvidan las puestas
de sol y los terremotos
y las ventanas abiertas,
como se olvida el rugir
de la lluvia en las cubiertas,
el viento del huracán
y la risa de las hienas,
el olor de los jazmines
y el brillo de las estrellas.


Si encontrarnos algún día
en eso el destino acierta
verás que no te dirijo
ninguna mirada tierna
y si corre alguna lágrima
aunque sea una pequeña
se me ha metido en el ojo
alguna paja traviesa,
pues, como ya te he olvidado,
a aquella muchacha bella
por mucho que me esforzara
no podré reconocerla.


“Me dice la lluvia que ya la he perdido”
¿Dónde está la luna que alumbra mi vida?
¿Dónde ha ido el viento que hinchaba mis velas?
¿Qué se ha hecho el bálsamo que cura mi herida?
Ya no oigo su risa por mis callejuelas.

¿Donde está el río que saciaba mi sed?
¿Donde ha ido el pasto que hartaba mi hambre?
¿Que se ha hecho el nudo que ataba mi red?
Se ha perdido su rostro dentro de mi sangre.

¿Donde está el cometa que me da esperanza?
¿Dónde ha ido el canto de mi ruiseñor?
¿Qué se ha hecho el vino que me da confianza?
Ya mis alegrías son sólo dolor.

Me sobra cansancio y me falta latido.
Mi alma emplumada no puede volar.
Me dice la lluvia que ya le he perdido
y solo me queda llover y tronar.

“Nunca fuiste naufragio”
Has llenado mi vida lenta y dulcemente
como se llenan las sombras de los líquenes mansos
y le has dado un sentido a mi caótica mente
como el ágil y ordenado vuelo de los gansos.

Mi alma creía estar a salvo, a veces,
del amor, de la risa, de la pena y del llanto.
Como un día azul, que en invierno aparece
fuiste mi alegría, mi tristeza y quebranto.

Pues llegaste a mi vida ya plateando mis sienes
eres la cosa más linda que me hubiera pasado
y me diste la fuerza y el brío de los trenes
para aguantar esta flecha clavada en el costado.

Mira tú que tonto, traté de pretenderte
cuando apenas alcanzo a atarte los zapatos,
pero hoy, que ya no sé si ganarte o perderte
llenos están mis restos de demonios insensatos.

No quiero despedirme, ni puedo desprenderme
de este amor que mata como reza el adagio.
No puedo reprocharte si no puedes quererme
y aunque nunca te tuve, nunca fuiste naufragio.

domingo, noviembre 18, 2007

Apuntes en un hostal

Ahora, en esta habitación de hostal madrileño, donde vivo desde hace cuatro meses, tendido sobre la cama con la nuca recostada a la dura madera del cabecero y el portátil haciendo maravillosos equilibrios sobre mis rodillas, mientras un avejentado Imanol Arias me habla, incoerciblemente, desde la tele inútilmente encendida, un texto escrito por un escritor cubano desde otra habitación de hotel a miles de millas de distancia de la mía, me hace recordar como, hace tres años en una habitación de hotel del Este habanero escribía un cuento que trataba de un ingeniero que leía en una habitación de hotel un cuento de Rómulo Gallegos y reflexionaba sobre su adolescencia en una secundaria básica en el campo y de las consecuencias de esa etapa sobre su vida y la de su generación; y también memoraba como, hace exactamente un año, reposaba yo en otra habitación de hotel en la costa del Oeste sudafricano, escribiendo un mal soneto que hablaba de la luna reflejada en el Atlántico evocando el recuerdo de una mujer a la que amaba, pero que no me amaba, lo cual no me impedía componer el mal soneto que hablaba de la luna y del océano Atlántico y que, además, hace casi un siglo Hemingway escribía en la habitación 511 del Hotel Ambos Mundos de La Habana algunas de sus magnificas historias y que García Márquez escribía su novela “El Coronel No Tiene Quien Le Escriba” en la buhardilla de un hotel donde ni siquiera podía pagarse el precio de la habitación y, leyendo el texto de mi amigo lejano, pensé en el placer que compartimos por la escritura, aunque haya que apañárselas lo mismo en una anodina habitación de hotel que en una sucia, lejana y fría trinchera como lo hizo Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzky, y que todavía puedo albergar alguna esperanza de que una triste y solitaria habitación de hotel me sea propicia.

Naturaleza Muerta (pero aún caliente)

En Noches de Silencio

I

Los sucesos de aquella tarde se tornan borrosos, como a través de la niebla. “Hace ya mucho tiempo” piensa el ingeniero. Dentro de la niebla la memoria se embrolla, apenas puede distinguir algún rasgo; acaso un nombre sin rostro, como un signo cabalístico al que no se le encuentra el significado; acaso un rostro sin nombre como un insecto escapado de linneas clasificaciones; talvez un oscuro sentimiento despojado de la pasión originaria. En ocasiones la niebla se disuelve en senderos por los que es posible adentrarse en el recuerdo; avanzar, como en un bosque, por atajos que no conducen a ningún sitio, con avances, retrocesos y rodeos, hasta llegar a un claro, un neblinoso circulo de árboles, en cuyo centro se representa alguna escena extrañamente Shakespeareana.

Son cinco estudiantes en su último día de clases, cinco uniformes azules, cinco pares de zapatos plásticos kikos, cinco monogramas rojos sobre cinco hombros izquierdos endurecidos por el trabajo. Cinco de los probablemente veinte mil estudiantes del Plan Citrícola Victoria de Girón, el más grande del mundo, tan grande o más grande que los de Israel. La gigantemanía soviética se apoderaba de la economía cubana por aquellos años, todo lo realizado era lo más grande de algún lugar, en Matanzas la tenería más grande de América Latina, por doquier se erigían superlativas textileras, ciclópeas fábricas de cemento, las más grandes… El Ingeniero se preguntaba, si todas aquellas cosas tan grandes hubieran cabido en una isla tan chiquita.

El Ingeniero es uno de aquellos cinco adolescentes, paseando intranquilamente por el pasillo frente a la Dirección, debatiendo en tonos bajos su dilema. En vano quieren ocultar el asunto, el debate, la decisión; cuchicheando, susurrando sus opiniones, sus diferencias. El foco de la atención es Denis; de una estatura mediana, pelo castaño, ojos oscuros y el cutis lleno de los granos propios del acné juvenil; es el testigo de excepción del delito cometido y será el último en entrar en la Dirección. De la entrevista con el Director se deriva la solución de aquel conflicto. Está nervioso, las manos le sudan y las seca constantemente en el pantalón. Los otros aprecian su indecisión; si bien esta consciente de su deber, también percibe instintivamente las posibles consecuencias de su acto. Si no habla, se cierne sobre el grupo un castigo severo. Si cuenta la verdad, un compañero puede ser expulsado de la escuela y de esto se derivan consecuencias lejanas aún de sospechar. Alrededor de él se mueven los otros, inquietos, impacientes, esperando ansiosamente. El de menos estatura, Daniel, es el más intranquilo. El pelo rubio, lacio y largo le cae a veces sobre los ojos verdes; trata de acomodarlo con un pequeño peine plástico, sacándolo y guardándolo nerviosamente en el bolsillo del pantalón. Es del mismo pueblo de Denis y al parecer su mejor amigo, el más decidido de todos, “si no decimos la verdad nos van a `partir las patas”. Siempre se refiere a lo que habría de hacerse en plural, pero al que esta presionando es a Denis. Detrás de aquella valentía simulada, de aquella aparente decisión, lo que hay en realidad es miedo, miedo a ser expulsado de la escuela por cómplice, miedo de entrar a la dirección y enfrentar al Director, miedo de estar en el pellejo de Denis. Mientras tanto Carlos se siente más responsable que todos; es el monitor. Tiene el pelo corto y negro como el azabache y la piel morena; poca cosa más alto que Daniel. Trata de imponer autoridad como jefe del grupo “el instructor dice que nos van a expulsar de la escuela sino decimos quien fue”. El robo había sido denunciado a la policía y esta había designado un oficial para instruir el caso. “Total por una tontería, unos cuanto marcadores y tubos de óleo” piensa ahora el ingeniero. Los tres conocen quien, aunque el testigo ocular ha sido Denis, pero al monitor lo presionan más, él debía saber, él debía indagar, él es el responsable y tiene que asumir como tal.

El Ingeniero y Ramiro se han mantenido al margen en las discusiones, toman distancia, se apartan hacía un pasillo lateral y desde allí observan ahora a los otros tres, tratando de imaginar lo que va a suceder. Al poco rato, llega el instructor e inmediatamente se acerca al grupo, conversa algo con ellos y luego entra en la Dirección acompañado de Denis, los otros dos se quedan cerca de la puerta. El Ingeniero evocaría estos momentos, muchos años después, en la blanca soledad de una habitación del hotel.

II

El Ingeniero ha tomado del estante el libro de Rómulo Gallegos. Es un viejo libro, sobre todo si se tiene en cuenta, que quizás no fue concebido para durar casi treinta años, y como todo libro viejo tiene una historia que contar, ajena muchas veces al texto o a las imágenes impresas en sus páginas, este libro también tiene su historia, pero un libro no nos narra su vida tal como un hombre anciano rodeado de los nietos en una noche calurosa de apagón, un libro no, un libro no tiene el don de la palabra; aunque los caracteres estampados en él vayan conformando una historia o muchas historias, estas no le son propias; es el libro sólo su portador; el libro, como materialización, como transmutación corpórea de la palabra, es un testaferro, una celulósica celestina; en caso de ser llevado a juicio puede alegar la obediencia debida; como muchos militares, latinoamericanos, norteamericanos, o de la culta Europa, factores de masacres, torturas y desapariciones; “esa es mi tarea”, diría, mientras se declara inocente; inocencia también invocada por el lector “estaba escrito, así lo he leído, es el libro el culpable” argumentaría en su defensa en el mismo banquillo de los acusados. Pero muchas veces la propia historia de ese libro es más significativa para nosotros que las que quiso contarnos su autor. El libro, ese peligroso manojo de hojas de papel gaceta, pegadas, grapadas o cosidas a un rectángulo de cartón coloreado de una edición barata, sin lujos de pastas y letras doradas, sin brillantes cromados, con ausencia de marcas en sus hojas, sin ajaduras, sin pequeños dobleces en las puntas, tácitos reveladores de pausas en la lectura, es un libro que se ha conservado virgen, ileso, intacto, inútil durante un cuarto de siglo en un estante polvoriento.

El Ingeniero sopla el borde de las hojas y un polvo añoso sale desprendido rumbo al estante, lo sacude y pasa sus manos por el borde de las hojas, como un jugador dispuesto a iniciar un juego de naipes y piensa, mientras observa la portada, que algo de azar existe siempre en las hojas de un libro. El rótulo negro, sobre un fondo blanco encuadrado en borde rosa fuerte, indica el título del volumen de cuentos. A la izquierda del título hay un logotipo, -tres flechas curvas, entrecruzadas en varios sentidos y enmarcadas en un pequeño rectángulo negro- sobre este, en letras muy pequeñas se lee: “Ediciones Huracán”. “Es el producto de una época…”, piensa El Ingeniero, “una época convulsa como el huracán”, o “¿sería que por los menos los últimos ciento cincuenta años habían sido convulsos?, ¿sería que desde adquirimos una conciencia de lo nacional, la historia de Cuba se convirtió en un ciclo interminable de guerras, cuartelazos, revoluciones y bochinches?”. “Somos un ajiaco bullente dentro de un caldero sobre un fogón encendido, donde los trozos de plátano, yuca, ñame, boniato y cerdo, blandos ya, no terminan de disolverse y fundirse en un único y homogéneo elemento”. Vuelve a sacudir las páginas mientras continua diciéndose “se publicó mucho, aunque no todo, había cierta selectividad perniciosa; determinados temas y autores fueron censurados, por consideraciones “extraliterarias”, como se dice ahora, mira que quise leer “La Ciudad y los Perros”, estaba en la biblioteca, yo lo sabía por el catálogo, pero me lo negaron, si no era periodista o de la UNEAC no me lo podían prestar; una pequeña frustración, una más, acaso por lo mismo se produjo el quinquenio gris, un quinquenio que no termina”

Estas cosas nos va contando el viejo libro. El rectángulo que encierra el título parece una pegatina sobre el resto del diseño compuesto por un rostro de mujer rodeado de rosas y hojas, muchas hojas, un mar de hojas, verdes las más próximas, las centrales y moradas las cercanas al borde. La contraportada, de diseño similar, contiene un breve texto muy falto de significados. El ingeniero presume que debe ser toda la obra narrativa excepto novela. “Seguro el prólogo lo explica mejor”, especula mientras lo hojea, pero encuentra que no tiene prólogo. Las páginas se han oscurecido con el tiempo, sobre todo las que están más cerca de la portada, el resto de las páginas se ven bastante bien, amarillentas, pero legibles. Después de todo es casi un milagro que se haya conservado así, salvo estos pequeños defectos, a través de los años, desde que El Ingeniero no era aún El Ingeniero, sino un adolescente en una secundaria básica en el campo.

Busca un lugar apropiado para leer, necesita de un sitio con buena iluminación, el mejor a esas horas de la noche es el dormitorio. Existe una razón adicional, allí está el aire acondicionado, un artefacto benéfico en esta canícula de finales de junio, en la que el calor penetra impregnándose hasta el último átomo de las losas de hormigón prefabricado, para calentar paulatinamente el aire de las habitaciones, tan petrificado, denso e irrespirable como un muro de fortaleza colonial. Entra en el dormitorio, cierra la puerta y enciende el aparato, con cierto cargo de conciencia; es el horario pico, en el que se recomienda tenerlos apagados, para evitar los apagones. Pero no tiene alternativas, sino no lo enciende estaría sometido al insoportable clima, en aquel cerrado cuarto, sin otros medios de ventilación.

La habitación es de una planta casi cuadrada, con dos camas colocadas a ambos lados de la mesita de noche de gaveta única; varios libros y otros papeles se amontonan sobre ella. “Necesito ordenar aquel desbarajuste,” piensa mientras de deshace de la vestimenta. Frente a las camas un largo closet ocupa casi toda la pared en la que se empotra la puerta, perpendicularmente al closet se abre la ventana de persianas que soporta estoicamente el aire acondicionado. Las otras dos paredes no tienen aberturas ni otra cosa que señalar, están desnudas, sin aquellas reproducciones baratas comunes en los hoteles o ese tipo de pintura “naïf” tan de moda en los últimos tiempos. Una lámpara doble de tubos fluorescentes de veinte watts se combina con el color blanco de las paredes y el techo, brindando una luz excelente para la lectura. De la luminaria se desprende un monótono zumbido; capaz de competir ventajosamente con el ruido del aire acondicionado.

Se acuesta después de acomodar la almohada hacia el frente, buscando una mejor iluminación; la mejor posición posible en aquella habitación carente de otro mobiliario. Abre el libro buscando el primer cuento, pasa las tres primeras hojas, continentes de los datos usuales sobre al edición, llega a la página siete. “Un número feo, escatológico” pensó “debieran saltar este número en los libros, como en los hoteles saltan la numeración del piso trece”. Comienza a leer el primer párrafo. “Ciego, ni un rayo de luz penetraba en su cerebro y en torno suyo llovía sol profusamente. Estaba de pie, a la vera del camino, extendiendo la mano implorante hacia el ruido de todos los pasos y formaba un claroscuro sugerente y trágico aquella su tiniebla interna en mitad de la campiña coscurante…” Se detiene preguntándose que rayos sería aquello de coscurante, el párrafo tiene un estilo poco usual en los escritores de hoy en día, son dos oraciones, una de ellas bastante larga, precisa, elegante, pero no sabe que es coscurante. “Tendré que buscarla en el diccionario”, se dice.

En ese momento nota en la página anterior una forma que no había percibido antes, por haberse enfrascado directamente en la lectura del “Sol de Antaño” (así se llamaba el cuento). Le llama la atención este cuño, en el que se lee: “MINISTERIO DE EDUCACION-DEPARTAMENTO NACIONAL DE BIBLIOTECAS ESCOLARES”; dentro del cuño alguien había escrito, a mano y con tinta, la fecha y la clasificación del libro en la biblioteca a la que perteneciera. El libro persiste en contarle su oscura historia.

Hacía pocos días un Arquitecto amigo suyo, le había comentado como en una época pasada hurtaba libros en las bibliotecas públicas, con la muy aceptada excusa de un pensamiento de Martí que reza, según la leyenda popular, “robar un libro no es robar”. Decenas y hasta cientos de veces ha escuchado El Ingeniero esta frase en su vida. No tiene certeza de su autoría, aunque le había parecido siempre una frase poco digna del Maestro. Seguramente se trata de otro pasaje distorsionado de su prolífica obra. Desde su muerte, no había una generación que no hubiera utilizado fragmentos de la obra del Apóstol para justificar alguna de sus acciones, aún las más espurias. “Claro, como no puede defenderse…” Seguramente este sería un caso más en la ya larga tradición de apócrifos. Él mismo se había escudado, a veces, en tan deleznable excusa para apropiarse de alguna obra. “¿Sería este el caso?” No lo recordaba.

Había adquirido muchos libros en su vida, de las más variadas maneras; la mayoría comprados en la red nacional de librerías; todas con los mismos estantes de cartón bagazo melaminado, mostrando ordenadamente los mismos añejos tomos de “Ciencias Sociales”, de “Textos para la Educación”, de “Literatura Universal”, “Literatura Cubana” o “Literatura para Niños”; atendidas por esas asépticas dependientes, batiéndole en las espaldas esos enormes ventiladores metálicos, único remedio en los calurosos veranos, comerciando con un manual de economía política del socialismo, como un bodeguero despacha boniatos en una tienda de batey de central; de manera que cuando se entra en una de ellas ya se ha entrado en todas. También los había obtenido de libreros callejeros, de esos que venden libros usados en cualquier portal de la ciudad; mezclados en la misma mesa, banco o estante, los más completos tratados anatómicos norteamericanos con novelas de Tolstói, Gogol, Hugo o Galdós, mientras en otro se entreveran La consagración de la Primavera o el Recurso del Método con revistas del corazón y novelas de Corín Tellado y, en el de más allá, se amalgaman las Químicas para Ingenieros y los diccionarios de la UTEHA con el último bestseller de Stephen King: Últimamente también los conseguía en las modernas Ferias del Libro; esas en que el Morro y la Cabaña, ese gran Mercado Único de las editoriales, se convierte en un hervidero de gente, empujándose, apretándose, apisonándose en las infinitas colas, que les recordaban las del camello, rodeando las estanterías improvisadas, tomando un libro de aquí y dejándolo allá, para descubrir que el libro que se está buscando no se encuentra y los que se encuentran son reediciones de las mismas obras de Verne, de Salgari y de Twain publicadas decenas de veces en los últimos cuarenta años, los mismos que van a estar la próxima semana en las librerías normales sin tanto calor, ni tanta cola. Le habían regalado libros, o se los habían prestado sin que se los devolviera al dueño incauto, de la misma forma en que él había sido cándido en prestar algunos tomos valiosos que no retornarían nunca a sus manos. Esta seguro de haber obtenido algunos hasta en la basura, de algún arrepentido de la filosofía marxista o de las memorias de Zhukov. Los había comprado en unos pocos centavos cuando conseguir un libro no representaba una erogación demasiado grande para su reducido presupuesto de estudiante, o a los precios de ahora, hambrientos de su módico sueldo de ingeniero. Revisó detenidamente las primeras páginas, para tratar de encontrar la salvadora anotación del precio del librero; podía ser el caso que el ladrón original lo hubiera vendido a una casa de libros usados y él lo hubiera comprado allí; pero no la encontró. La que si estaba indeleblemente estampada en la página seis era la prueba de un delito, muy probablemente cometido por él mismo, en una época tan lejana de la que le quedaban muchos recuerdos, excepto quizás el del hurto de dichoso libro.

III

Adentrándose por otro sendero del bosque brumoso de su memoria ve claramente el primer día en la secundaria. Habían tomado el ómnibus en Versalles, frente al Goicuría. La plaza estaba llena de niños y adolescentes, acompañados por sus padres y otros familiares. A la hora señalada, subió al Girón V acompañado de algunos compañeros suyos de la escuela o del barrio; adentro Jota Jota le pidió encarecidamente que no le contara a nadie que a él le decían Jota Jota, porque a su padre no le gustaba que le pusieran nombretes, molestia que Jota Jota se había tomado en vano, en primer lugar, porque él no sabía que a Jota Jota lo llamaban así y en segundo lugar, porque fue inevitable que en la escuela todo el mundo le dijera Jota Jota y no el doblemente apostólico nombre de Juan José.

En el viaje todo fue muy alegre, todos los niños chillaban, cantaban y hacían bromas de todo tipo, como si fueran a una excursión a Playa Girón. El Ingeniero había estado en una de aquellas excursiones y en aquella oportunidad habían tomado el camino de Jagüey por la Isabel. Ese día iban vía Pedro Betancourt, pasaron Camilo Uno, Camilo Dos y en el entronque de La Caridad el ómnibus, enrumbó por un ramal que se adentraba entre los naranjales hasta conducirlos a la escuela.

La primera impresión sobre la escuela fue de soledad. En cuanto llegaron las voces se fueron sosegando. Un imponente edificio blanco y gris se les presenta de improviso en medio de aquel inmenso mar verde de naranjos; la severa construcción -cimientos con vaso donde se empotran las columnas y grandes vigas donde apoyan las famosas losas doble T y los paneles de este sistema de hormigón prefabricado, llamado también, casualmente: Girón- Sería el contraste del verde con el gris o el silencio, sólo interrumpido por el gorjeo de algunos pájaros, sobre todo el lamento grave y triste de los Judíos, que lejos de romper el silencio lo hacen más profundo, inquebrantable hasta para los gritos estridentes de algunos de los niños o niñas, que conforman tan variopinta delegación, o sería que de repente percibían estar inexorablemente solos, a pesar de aquella aparente multitud, que no comprendía exactamente su situación de aislamiento, allá, lejos de los padres, los hermanos, los amigos y de todo lo que le era conocido y familiar en la ciudad de donde venían.

Los habían enajenado, repentinamente y sin preámbulos, de un universo; de calles asfaltadas, por donde habitualmente transitaban para asistir a sus antiguas escuelas o para visitar a sus parientes; de los parques donde, todavía ayer, correteaban destrozando los zapatos y rasponeándose codos y rodillas; de los cines donde aquellas deliciosas películas de aventuras los habían divertido y en los que quizás alguno, precozmente, había besado la primera novia. Todo aquel mundo infantil les había sido arrancado de cuajo, para ser suplantado por otro mundo mucho más agreste, más ríspido y más amargo.

Un mundo nuevo y desconocido se abría ante sus ojos; el universo del mosquito hambriento, del anofeles insaciable de sangre humana, zancudo traidor de las noches de estudio, invadiendo en masa las aulas y los dormitorios donde ellos, debajo de los mosquiteros se ahogaban del calor en el verano sin ventilador; eludiendo la ducha de agua fría en los más fríos inviernos, donde las temperaturas en la madrugada llegaban a los tres grados centígrados y tenían que dormir sobre la tabla de bagazo tapados con la colchoneta. Era el mundo del trabajo en los naranjales, de los surcos interminables de sacasebo o de aquella hierba de elefante, que se le antojaban traídas, seguro por algún degenerado, desde las orillas de lago Victoria en las mesetas de Uganda y donde ellos, con apenas doce años, irían en las frías mañanas del invierno o en las tórridas tardes del verano, a cortar las persistentes hierbas y donde se le encallecerían, las que eran aún, sus tiernas manos, donde cargarán los pesados sacos de fertilizantes nitrogenados o las largas filas de tubos de aluminio para el riego, donde sembrarán naranjos o se pincharán y mancharán la piel con los limoneros y donde cosecharán los frutos agrios de las plantaciones, en ocasiones alumbrados por la luz de los tractores cuando, ya de noche, los obligaran a trabajar para cumplir la meta del primer millón de quintales. Tampoco tenían conciencia todavía de las duras tareas docentes a las que no estaban acostumbrados y que enfrentarían esta vez sin la ayuda de los padres, con el sólo concurso del poco experimentado profesorado; esos muchachos que con sólo pocos años mayores que ellos -niños todavía, faltos ellos mismos de educación- se les había hecho responsables de educarlos. Un mundo sin mayores distracciones que dos televisores para quinientos alumnos, una biblioteca de treinta y seis metros cuadrados, una cancha para baloncesto y voleibol, una pista de atletismo y un campo de fútbol. En un país donde el deporte favorito es el béisbol no había un terreno para jugarlo ni en diez kilómetros a la redonda.

Pero cuando llegaron no se imaginaban todavía nada de esto, aunque algo se presentía en el silencio y en la soledad de aquel lugar. Sólo se les hizo más patente esta vaga sospecha en la primera noche, en que después de ser acomodados en aquellos enormes dormitorios colectivos, de comer por primera vez la comida servida en las pesadas bandejas de aluminio y de pasar un rato vagabundeado, observando los desolados campos deportivos o sentados en los bancos de hormigón, (todavía no sabía que se llamaba hormigón), se recluyeron en los dormitorios, se acostaron en las literas, se apagó la luz y todo quedó en silencio. Muchos lloraron aquella primera noche un llanto callado.

IV

El ingeniero había terminado definitivamente de leer el cuento de Gallegos, que no es lo mismo que un cuento de gallegos. Se incorporó y encendió un cigarro. Le quedaba ese feo vicio que no había podido vencer a pesar de varios intentos. Ahora que la situación está tan mala y le quedan tan pocos alicientes, no podía renunciar a este pequeño placer que le depara la vida, ese y una buena lectura son casi las únicas dos distracciones que se puede permitir. “En definitiva de jodido para alante no hay más pueblo” se dice para justificarse. Ya no sale a ningún sitio, la mayoría de los establecimientos o, mejor dicho, los pocos a los que le gustaría ir de vez en cuando, son en dólares y si son en moneda nacional los precios son casi en la misma proporción en que se canjean los dólares en CADECA. Recién la semana pasada, había asistido a la función de un grupo humorístico de su tierra natal en el teatro Mella y se encontró que la entrada costaba diez pesos, o sea, más de un día de trabajo para un trabajador con un salario promedio. “¿Quién se puede dar el lujo de gastarse el salario de un día cada semana para ir al teatro?” se preguntó “Eso, si no llevas a la familia, porque sino…ya tu sabes”

Aspiró profundamente el cigarrillo. Era una marca nueva salida al mercado hacía poco tiempo, en moneda nacional por supuesto, o en lo que se llama popularmente moneda nacional, porque en Cuba circulan hoy cuatro monedas diferentes, todas con curso legal; el Dólar Norteamericano, el Euro, el Peso Cubano Convertible y el Peso Cubano Normal, “¿será el peso cubano convertido… en mierda? se pregunta El ingeniero; las tres primera tiene un valor más o menos equivalente, pero el humilde peso cubano se enfrenta en una proporción de veintisiete a uno con relación al dólar americano y por tanto cada cubano que recibe un salario tiene veintisiete veces menos alimentos, veintisiete veces menos ropa, veintisiete veces menos diversión y es veintisiete veces más pobre cada día.

El ingeniero exhala el humo del Criollo que expande un acre olor por toda la habitación. El examen del cuño de propiedad de la biblioteca escolar, le había conducido a cierta meditación existencialista, sobre una etapa de su vida, de la que era producto irremediablemente el mismo hecho probable de que hubiera robado el libro. Se repetía bastante por los políticos y por sus condicionales portavoces, que la educación en las escuelas en el campo, obedecía también a un principio martiano, de la misma manera, pensaba él, en que se legitimaba el robo de un libro como un medio valedero para un fin tan elevado, como era el de adquirir una cultura universal. Se imaginaba que en alguno de los veintisiete tomos morados de las obras completas se podría encontrar un párrafo, una oración, una frase o una palabra, sacadas de sus contextos literarios, políticos, filosóficos y de época, con las que se pudiera justificar cualquier cosa, incluso la proporción de veintisiete a uno, (rara coincidencia) con que se intercambiaba la imagen de Martí en el anverso del peso cubano, por la imagen equivalente de Washington en el Dólar Norteamericano.

En definitiva todo cabía en el campo de la exégesis y dentro de este virtuoso campo, de las interpretaciones y las explicaciones amañadas, la historia había demostrado que todo era posible. Lo mismo era explicable la santísima trinidad y las parábolas de los profetas, a través de los hechos de la vida cotidiana, que los crímenes de la Inquisición, como estos hechos cotidianos, incluyendo estos crímenes, explicarse y justificarse mediante las parábolas de los profetas y la santísima trinidad. No en balde se habían ocupado los hombres más doctos de todos los tiempos en explicar cosas, muchas veces inexplicables. Cuantas horas de meditación habría malgastado Benito de Espinosa averiguando si los textos sagrados eran la expresión de la palabra de Dios dictada a los profetas o simples opiniones de aquellos sabios doctores de la religión cristiana. Quizás surgiría algún moderno doctor que nos explicara como las palabras de Martí eran también producto del dictado divino y no debido a su yo y a su circunstancia, como dirían Ortega y Gasset; o quizás ya hayan surgido tales doctores y él no estaba informado.

El cuento de Gallegos narraba una historia trivial, casi de telenovela; el protagonista regresaba a la tierra de su infancia y de su juventud, aquella que había sido propiedad de su difunto padre y que ya no le pertenecía; tierra donde tuviera su primer amor; regresaba desencantado de su existencia para descubrir que tenía una hermosa hija. “El pasado le redimía, de él brotaba iluminado aquella oquedad tenebrosa donde una vez viera perderse su entusiasmo, su aspiración y su fe…., un rayo de sol”, así concluía el cuento. Del destino del personaje emanaba cierta concentrada esperanza. “¿Cabría también una esperanza para su destino?,” era la pregunta que le daba vueltas en su cerebro, quizás fuera la pregunta de todos sus contemporáneos y para la que él no encontraba una respuesta.

Regresó de estas disquisiciones filosóficas a sus recuerdos de adolescencia. Tenía que haber, en aquella etapa de su vida pasada, respuestas para el presente y tal vez para el futuro; la educación que recibió en la adolescencia le había conformado su personalidad. Si por lo menos le explicara como había sido capaz de robar un libro o varios, no sabía cuantos y no sólo libros, también había cometido otros delitos, de los cuales no tuvo verdadera conciencia, tan mezclados con un modo de actuar tan natural, tan falto de significados. Recordaba que en la escuela había cometido algunas otras fechorías, que era el modo habitual de actuar de los estudiantes, en aquellas instituciones, carentes de autoridad moral.

V

El octavo grado fue desastroso. Había escasez de profesores y no hubo director por un largo tiempo, faltaba también el subdirector docente. El directivo de mayor rango en la escuela era un secretario homosexual. El de Producción sólo se ocupaba de los trabajos agrícolas. La primera semana del curso no asistió a clases. La matrícula había excedido las capacidades de la escuela y a su grupo lo mandaron para Festival, en la que los muchachos, todos varones, se pasaban el día haciendo lo que les daba la gana, unos jugaban béisbol en los jardines, otros montaban a caballo, los más vagabundeaban por aquella solitaria escuela buscando que destrozar o en que entretenerse, mientras unos pocos, como él, leían el Decamerón, ese Kamasutra de su generación, o algún otro libro encontrado al azar en las aulas o en los privados de los profesores, donde se habían introducido subrepticiamente.

A la semana siguiente los llevaron para su escuela. Como todavía no se habían creado las capacidades de alojamiento, los primeros días durmieron sobre colchones puestos en el suelo del pasillo central de la escuela, a la intemperie, luego fueron trasladados al piso de la enfermería, hasta que, finalmente les pusieron literas en las salas de estar contiguas a los dormitorios, casi en la intemperie también. La escuela era una locura, todos los espacios posibles fueron habilitados para aulas o dormitorios de los estudiantes. Había clases hasta en las salas de estar del edificio de las niñas, apiñados unos encima de los otros. La disciplina se resquebró. Ellos, con más experiencia, comenzaban a vagabundear por los campos en los días y horas de asueto. Se iban a comer naranja, a robar mangos de las arboledas de los pocos vecinos, se bañaban en los pozos de las bombas de riego y en general llevaban una vida disipada, todo lo disipada que permitían las condiciones.

Tuvo un año académico bastante malo, no tanto por las notas que en promedio no eran malas, sino porque en algunas asignaturas había obtenido resultados decepcionantes. Años después llegaría a considerar el octavo grado como el año perdido de su vida. Si esta era una escuela de alumnos seleccionados, lo que se dice una elite, no hubiera querido imaginarse lo que pasaba en las demás. Se contaban fantásticas historias, de alumnos a caballo corriendo dentro de los edificios, de cerdos asados en los dormitorios utilizando las tablillas de madera de las ventanas como combustible, se hablaba de abortos de las alumnas en los baños de los docentes, de niños recién nacidos arrojados en los patinejos de las instalaciones sanitarias. En una escuela muy cercana se había desatado como se dice un infierno, cierta casta de alumnos se transformaron en dictadores, obligando al resto a los más descabellados actos y cometiendo los más intolerables abusos, al punto de casi matar a golpes a alguno de ellos; tiranía sólo posible por el silencio de las víctimas sustentado en el miedo.

El año siguiente le fue mejor; el hacinamiento había mejorado por la salida de dos grupos de noveno grado para la Vocacional de Matanzas; un nuevo director de origen militar; que aunque no terminó el curso por no se sabía que asunto desagradable, probablemente un asunto sexual con alguna estudiante; había impuesto una disciplina, propia de las academias militares y eso contuvo bastante a aquella hueste adolescente, que en el curso anterior se acostumbró a un régimen mucho más relajado.

No obstante ocurrió en aquel año un hecho que lo había hecho reflexionar toda su vida. Terminando el curso, en la última semana, se produjo un robo en el aula de artes plásticas. Alguien había sustraído unos materiales de dibujo. Las artes plásticas no eran una asignatura del plan de estudios, solamente algunos alumnos seleccionados, de entre aquellos que mostraban aptitudes para la pintura o el dibujo, recibían en aquel lugar una instrucción especializada. El profesor, escandalizado, había acusado a todos los alumnos, pertenecientes a aquel selecto club, de ser cómplices de aquel hurto y los amenazaba con la expulsión deshonrosa si no delataban al que lo había ejecutado.

Como todo se sabe en las escuelas, muchos sabían quien era el autor, aunque la mayoría no tenía conciencia de que esto era un hecho despreciable y punible. Acostumbrados estaban a robarse unos a otros, los zapatos, la ropa, la comida que les traían los padres los domingos, las piñas de los guajiros de la zona, los panes del comedor, los machetes, los libros de la biblioteca, en fin, casi cualquier cosa de su interés y con la posibilidad de ser robada, podía ser robada sin que esto constituyera ningún menoscabo para la moral, debilitada por la práctica consuetudinaria de muchos tipos de tropelías similares. Pero ahora aquel grupo se encontraba ante una disyuntiva, o delataban al autor o podían ser castigados severamente.

VI

Al poco tiempo de entrar Denis con el Instructor a la dirección, EL Ingeniero y Ramiro notan como el secretario sale y regresa con “El Peyi”, el actor principal de aquella pequeña tragedia. Evidentemente Denis había hablado. Luego el acusado sale de la Dirección sonriendo como en una fiesta y se dirige hacia los dormitorios. El Director lo ha expulsado y no podrá continuar estudios en aquella selecta institución, ahora trasladada definitivamente a la capital provincial. El rumor se corre por toda la escuela.

A partir de ese momento se desarrollan otros secretos acontecimientos. El pequeño malhechor goza de gran popularidad entre el estudiantado, fama incrementada con el que era, según la opinión general, un inmerecido castigo. A los ojos de todos, había un solo culpable y ese era Denis.

Comienza a fraguarse una conspiración. Es el último día en la escuela, mañana vendrán a recogerlos para salir definitivamente de este lugar, donde han pasado la mayor parte de los últimos tres años, pero queda la noche. En la noche, después de la hora del silencio todo es posible. En las casi mil y una noches que habían pasado en aquella escuela habían sucedido muchas cosas. Eran las noches de peleas en los dormitorios, entre los caudillos, imitadores de jefes de galera; de las golpizas y otras vejaciones a los “trajines”, de introducirse en las habitaciones de las niñas para tener sexo, o de escaparse para Torriente, Jagüey o a otras escuelas cercanas. Eran las noches del amor, de la risa, del dolor y del llanto. El Ingeniero no sabe donde Lope ha escrito que: “No hay placer que no tenga por límites el dolor; que con ser el día la cosa mas hermosa y agradable tiene por fin la noche." Las noches son propicias, las noches son mudas, las noches amparan.

Durante la tarde ciertos cuchicheos misteriosos pueden ser observados en los rincones apartados o en los largos pasillos. Una tormenta silenciosa se avecinaba. Se hacían preparativos; se convencía, sin mucho esfuerzo, a los ejecutores de la acción; se negociaban las neutralidades; se preparaban las armas; algunos toalleros de acero eran arrancados de las literas y envueltos en toallas, para no dejar marcas. Denis desapareció de la vista de la mayoría, repudiado por chivato; pero todos conocían el lugar de su escondrijo. El profesorado no podía estar ajeno a los preparativos; incluso había entre ellos un profesor, “el teacher”, involucrado en los acontecimientos que se avizoraban. Todo se hizo en silencio y aparentemente aquella noche no ocurriría nada.

Llegó la noche, la última. Ha venido un grupo musical y la plaza se llena con los estudiantes eufóricos por el acontecimiento, bailan con la música en vivo y, después que el grupo se va, continúan con la música grabada, hasta que terminado el jolgorio, tarde en la noche, los envían a los dormitorios. Hay un solo estudiante que no participa de la fiesta, es Denis; se ha recluido en un oscuro pasillo junto al laboratorio de química; pero sus jueces y sus ejecutores no lo olvidan; está condenado por una secreta ley, aquella ley que muy pocos se habrían atrevido a violar, es la ley del silencio, en Sicilia la llaman Ley de la Omertá. Durante la noche no se ocuparon de él, pero mientras bailaban sabían que estaban destinados como Denis a participar de una cruel ejecución.

El Ingeniero se ha retirado a su dormitorio después del toque de silencio. Sospecha que algo también puede ocurrirle, no sabe que rumbo exacto puede tomar este tipo de cosas y toma sus precauciones, desclava el toallero metálico de su litera y lo pone debajo del colchón. Duerme, cuando alguien lo despierta para avisarle. Le dicen que si se entromete entonces él también será castigado. Quieren asegurarse por última vez de la neutralidad de un temible adversario. Si alguna vez albergó la idea de defender al condenado, la había descartado al conocer de la participación del teacher. La mayoría de sus compañeros estaba de acuerdo con aquella condena, sentenciada en un juicio sin defensores y a la que no había derecho a apelación y el castigo estaba amparado con la participación del profesor; entonces, vistas las cosas desde ese ángulo, no había nada que hacer.

Nunca supo de los detalles de la ejecución. Cuando bajó de su dormitorio, a la mañana siguiente, todo era normal. Comenzaron a llegar las guaguas y los alumnos a irse para sus respectivos municipios. Los que se iban primero eran despedidos, entre besos, abrazos y estrechones de manos, por los que todavía esperaban impacientes en la escuela. Algunas niñas lloraban; después de todo, se siente cierta nostalgia cuando se abandona un lugar donde se ha vivido tanto tiempo y al que seguramente no regresarían nunca en el futuro. En el pasillo central, Daniel se le acerca, lo acusa de haber permitido la ejecución, que Denis había sido su amigo y que lo ha dejado solo. Pero a él que le importa ya todo, además ¿que hubiera podido hacer? Denis había tomado una decisión y había sufrido las consecuencias. Ahora Denis está en un apartado banco de la plaza, solitario; aún de lejos luce demacrado, con algunas marcas en el rostro, que refleja su sufrimiento, su tristeza, su soledad.

VII

El Ingeniero saca otro cigarro de la cajetilla y la tira sobre la mesita de noche. La observa, es blanca con franjas azules. “Como un libro en miniatura”, piensa. En la cubierta en letras rojas bien grandes se lee “20 Criollos”, en el canto, en unas letras blancas muy pequeñitas, sobre un fondo azul oscuro, se adivina la advertencia del MINSAP “Fumar daña su salud”; “Sería un libro sobre la muerte” piensa mientras manosea un poco el cigarrillo antes de llevarlo a la boca y encenderlo. “¿Por qué será que todos los placeres humanos son dañinos?,” se pregunta mientras expira el humo blanquecino, comparándolo con el humo azulado, desprendiéndose del extremo incandescente del cigarrillo, “¿Será que cada placer lleva implícito un exceso, alguna pasión desmedida?,”se pregunta, “Si, de pasiones están construidos los seres humanos; el amor, el odio y el miedo, son la materia prima de la que se nutre el alma de los individuos y la suma del amor, del odio y el miedo del conjunto de los individuos conforma el espíritu de la sociedad. Cuando alguna de estas pasiones prevalece sobre las otras, se produce un desequilibrio, como cuando se desigualan las fuerzas actuantes sobre una viga y esta se rompe moviéndose aceleradamente en la dirección de la fuerza predominante.”

¿Quién había sido la víctima de aquella noche de julio de 1979? ¿Habría sido El Peyi, expulsado de la escuela, con una nota en el expediente que lo marcaría?, o ¿Habría sido Denis, que se enfrentó solo a aquel juicio sumario y aquella ejecución dolorosa?, o acaso, ¿Habría sido él, que quedó para siempre solo, en la neutralidad denigrante de aquel coto de silencio? No lo sabe a ciencia cierta. Probablemente todos fueran víctimas. Tal vez todos siguieran sus solitarias vidas, selladas por aquel acto deplorable, esperando que de la oscura oquedad de su pasado surgiera la luz que los salvara de la pérdida de su entusiasmo, de sus aspiraciones y de su fe, un rayo de sol que les alumbrara sus sombrías vidas. En ese preciso instante, cuando Cassini se aproxima a Saturno, El Ingeniero termina el cigarro, se acuesta y apaga la luz.

domingo, noviembre 04, 2007

Museandando: "El museo del Prado"

La puerta de Velásquez:



Lo poco que ahorra un funcionario cubano cuando sale al extranjero es para la pacotilla y no puede darse el lujo de estar yendo a museos, aunque sea a una de las más importantes pinacotecas del mundo. Luego de hacer algunos pequeños trucos como incluir desayuno y cena en la cuenta del hotel, que por supuesto paga el gobierno, para ahorrarse el estipendio de alimentación, cuando no algunos otros trucos mayores, como quedarse con el dinero del alojamiento, que ya ha pagado una empresa nativa con aspiraciones de llevarse un contrato, o abultar las facturas de alojamiento en acuerdo con los empleados del hotel, soborno mediante, el funcionario, sin sacudirse el polvo del camino y luego de preguntar, muy bien, donde se bebe y donde se come más “barato”, sólo piensa en una cosa, comprar pacotilla para llevar para Cuba.


Cuando hace 11 años vine por primera vez a Madrid, no pude ver El Museo del Prado. Había dejado la visita para el domingo, como me aconsejaron, pues era gratis - digo era porque a partir de ahora no lo será- pero aquel sábado, después de haber visitado El Escorial en la mañana, estuve de marcha hasta bien entrada la madrugada, o casi hasta el amanecer, y no hubo manera de levantarse al otro día temprano para atender al deber cultural de visitar El Prado, cosa que lamenté bastante, pero que no pude remediar.


Tres años después vino el Desquite, que no es una parada del tren de Hershey cerca de Canasí, sino la oportunidad de visitar el famoso museo. Luego de convencer, casi arrastrar, a los jefes que venían conmigo, previo a la sagrada visita a El Rastro, entramos al Prado entre un tumulto de japoneses y escandinavos. No se entendía una hostia de lo que decían, debido al ruido ensordecedor de los flashes de las Nikon. Las primeras impresiones son siempre las más impactantes. Estar delante de Las Meninas de Velásquez, casi dialogando con el pintor es una experiencia extraordinaria. Se le podrán dar todas las interpretaciones que se quieran de esta gran obra, pero a mi nadie me quitará la idea de que el extraordinario maestro del renacimiento español le jugó una gran broma a todo el mundo y con el pretexto de inmortalizar a la familiar real lo que verdaderamente ejecutó fue un magnífico autorretrato como diciendo: “Eh! aquí el importante soy yo, dentro de 400 años la gente se parará delante de este cuadro para verme” Y ciertamente cuando uno va al Prado va a ver a:

Velásquez



Luego de Velásquez y sus sempiternos acompañantes: Don Sebastián de Morra, el Niño de Vallecas y el bufón Calabacillas, ya que uno está ahí, aprovecha y mira también a los otros: El Tintoretto, Murillo, El Greco y Goya por mencionar los más importantes. El Greco con sus, alargadas y huesudas, figuras humanas y sus raras luminosidades es también un espectáculo impresionante e inolvidable, pero luego de Velásquez el pintor más importante del Prado es Goya. El dramatismo de los Fusilamientos del 3 de Mayo deja en el espectador una fuerte e imborrable impresión y por supuesto la Maja que nos gusta a Sabina y a mí.


En el último diciembre, de paso hacia Cuba arrastré a un grupo de colegas al Prado, pues nunca habían estado en Madrid y que mejor lugar para recuerdos que el del museo, antes de posar para las fotos en la Puerta de Alcalá y delante de El Oso y el Madroño de la Puerta de Sol. En esa visita noté lo que sigo notando ahora luego de su re-inauguración, que las luces, lejos de ayudar a la observación de las pinturas la entorpecen. Por el tipo de luminarias y el ángulo en que proyectan la luz desde los carriles, se refleja un brillo molesto, desde los óleos, que entorpecen su visión.


Finalmente este día de Difuntos volví a ir al Prado, me picaba la curiosidad por verlo terminado, luego de haberlo visto siempre rodeado de andamios, mallas y carteles de obra y como el diseño arquitectónico era de Moneo y habían anunciado tanto, en los medios, la exposición de pintura del XIX y además era gratis, pues me fui allá, hice mi colita de 40 minutillos, que no llegó a una orilla y entré por la puerta de Velásquez.


Pasé revista a los viejos conocidos -siempre hay que cerciorarse de que están con salud- y luego de perderme un poco, pues la señalización también es deficiente, me fui a ver el interior del, completamente nuevo, edificio de Los Jerónimos, digo completamente nuevo pues hasta las piedras de la fachada interior del Claustro fueron removidas y vueltas a colocar en su lugar, dejando a la vista el mortero de cemento gris en las juntas de las piedras, que le confieren un aspecto artificial a la estructura, como de decorado de cartón piedra. De su cacareada colección del arte del XIX, nada impresionante la verdad. Salvo algún que otro retrato de Madrazo, lo mejor de todo es un cuadro de Sorolla titulado: “Aún dicen que el pescado es caro” que narra las todavía difíciles condiciones de los pescadores y que me hizo recordar el reciente y trágico accidente de un barco de pesca de Barbate, Cádiz, que tuvo conmocionada a la opinión pública unos meses atrás.

Los Jerónimos:

Detalle de la puerta:

La observación más importante de esta visita ha sido la notable ausencia en el Prado de obras relacionadas con la conquista y colonización de América. Es asombroso como un hecho tan importante en la historia de España, que duró tres siglos, cuatro en el caso de Cuba y Puerto Rico, no se haga notar, de alguna forma, en las colecciones que atesora el museo. Hay una obra de José Jiménez Aranda que data de 1897: “Una esclava en venta”, pero la esclava es blanca. No hay un solo negro en el prado salvo unos músicos tocando en un cabaret. América es la gran ausente de esta gran pinacoteca.


Por supuesto nunca el Prado ha sido un museo de un día y ahora con la ampliación menos pues se ha duplicado su superficie, espero visitarlo muchas veces más y en mejores condiciones, es decir sin tanto público y con más calma. Espero que a este guajiro bruto e incivilizado le entre un poco de cultura en el coco, antes de que el coco le entre totalmente en la agri-cultura.

Casón del Buen Retiro: