domingo, noviembre 18, 2007

Apuntes en un hostal

Ahora, en esta habitación de hostal madrileño, donde vivo desde hace cuatro meses, tendido sobre la cama con la nuca recostada a la dura madera del cabecero y el portátil haciendo maravillosos equilibrios sobre mis rodillas, mientras un avejentado Imanol Arias me habla, incoerciblemente, desde la tele inútilmente encendida, un texto escrito por un escritor cubano desde otra habitación de hotel a miles de millas de distancia de la mía, me hace recordar como, hace tres años en una habitación de hotel del Este habanero escribía un cuento que trataba de un ingeniero que leía en una habitación de hotel un cuento de Rómulo Gallegos y reflexionaba sobre su adolescencia en una secundaria básica en el campo y de las consecuencias de esa etapa sobre su vida y la de su generación; y también memoraba como, hace exactamente un año, reposaba yo en otra habitación de hotel en la costa del Oeste sudafricano, escribiendo un mal soneto que hablaba de la luna reflejada en el Atlántico evocando el recuerdo de una mujer a la que amaba, pero que no me amaba, lo cual no me impedía componer el mal soneto que hablaba de la luna y del océano Atlántico y que, además, hace casi un siglo Hemingway escribía en la habitación 511 del Hotel Ambos Mundos de La Habana algunas de sus magnificas historias y que García Márquez escribía su novela “El Coronel No Tiene Quien Le Escriba” en la buhardilla de un hotel donde ni siquiera podía pagarse el precio de la habitación y, leyendo el texto de mi amigo lejano, pensé en el placer que compartimos por la escritura, aunque haya que apañárselas lo mismo en una anodina habitación de hotel que en una sucia, lejana y fría trinchera como lo hizo Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzky, y que todavía puedo albergar alguna esperanza de que una triste y solitaria habitación de hotel me sea propicia.

Naturaleza Muerta (pero aún caliente)

En Noches de Silencio

I

Los sucesos de aquella tarde se tornan borrosos, como a través de la niebla. “Hace ya mucho tiempo” piensa el ingeniero. Dentro de la niebla la memoria se embrolla, apenas puede distinguir algún rasgo; acaso un nombre sin rostro, como un signo cabalístico al que no se le encuentra el significado; acaso un rostro sin nombre como un insecto escapado de linneas clasificaciones; talvez un oscuro sentimiento despojado de la pasión originaria. En ocasiones la niebla se disuelve en senderos por los que es posible adentrarse en el recuerdo; avanzar, como en un bosque, por atajos que no conducen a ningún sitio, con avances, retrocesos y rodeos, hasta llegar a un claro, un neblinoso circulo de árboles, en cuyo centro se representa alguna escena extrañamente Shakespeareana.

Son cinco estudiantes en su último día de clases, cinco uniformes azules, cinco pares de zapatos plásticos kikos, cinco monogramas rojos sobre cinco hombros izquierdos endurecidos por el trabajo. Cinco de los probablemente veinte mil estudiantes del Plan Citrícola Victoria de Girón, el más grande del mundo, tan grande o más grande que los de Israel. La gigantemanía soviética se apoderaba de la economía cubana por aquellos años, todo lo realizado era lo más grande de algún lugar, en Matanzas la tenería más grande de América Latina, por doquier se erigían superlativas textileras, ciclópeas fábricas de cemento, las más grandes… El Ingeniero se preguntaba, si todas aquellas cosas tan grandes hubieran cabido en una isla tan chiquita.

El Ingeniero es uno de aquellos cinco adolescentes, paseando intranquilamente por el pasillo frente a la Dirección, debatiendo en tonos bajos su dilema. En vano quieren ocultar el asunto, el debate, la decisión; cuchicheando, susurrando sus opiniones, sus diferencias. El foco de la atención es Denis; de una estatura mediana, pelo castaño, ojos oscuros y el cutis lleno de los granos propios del acné juvenil; es el testigo de excepción del delito cometido y será el último en entrar en la Dirección. De la entrevista con el Director se deriva la solución de aquel conflicto. Está nervioso, las manos le sudan y las seca constantemente en el pantalón. Los otros aprecian su indecisión; si bien esta consciente de su deber, también percibe instintivamente las posibles consecuencias de su acto. Si no habla, se cierne sobre el grupo un castigo severo. Si cuenta la verdad, un compañero puede ser expulsado de la escuela y de esto se derivan consecuencias lejanas aún de sospechar. Alrededor de él se mueven los otros, inquietos, impacientes, esperando ansiosamente. El de menos estatura, Daniel, es el más intranquilo. El pelo rubio, lacio y largo le cae a veces sobre los ojos verdes; trata de acomodarlo con un pequeño peine plástico, sacándolo y guardándolo nerviosamente en el bolsillo del pantalón. Es del mismo pueblo de Denis y al parecer su mejor amigo, el más decidido de todos, “si no decimos la verdad nos van a `partir las patas”. Siempre se refiere a lo que habría de hacerse en plural, pero al que esta presionando es a Denis. Detrás de aquella valentía simulada, de aquella aparente decisión, lo que hay en realidad es miedo, miedo a ser expulsado de la escuela por cómplice, miedo de entrar a la dirección y enfrentar al Director, miedo de estar en el pellejo de Denis. Mientras tanto Carlos se siente más responsable que todos; es el monitor. Tiene el pelo corto y negro como el azabache y la piel morena; poca cosa más alto que Daniel. Trata de imponer autoridad como jefe del grupo “el instructor dice que nos van a expulsar de la escuela sino decimos quien fue”. El robo había sido denunciado a la policía y esta había designado un oficial para instruir el caso. “Total por una tontería, unos cuanto marcadores y tubos de óleo” piensa ahora el ingeniero. Los tres conocen quien, aunque el testigo ocular ha sido Denis, pero al monitor lo presionan más, él debía saber, él debía indagar, él es el responsable y tiene que asumir como tal.

El Ingeniero y Ramiro se han mantenido al margen en las discusiones, toman distancia, se apartan hacía un pasillo lateral y desde allí observan ahora a los otros tres, tratando de imaginar lo que va a suceder. Al poco rato, llega el instructor e inmediatamente se acerca al grupo, conversa algo con ellos y luego entra en la Dirección acompañado de Denis, los otros dos se quedan cerca de la puerta. El Ingeniero evocaría estos momentos, muchos años después, en la blanca soledad de una habitación del hotel.

II

El Ingeniero ha tomado del estante el libro de Rómulo Gallegos. Es un viejo libro, sobre todo si se tiene en cuenta, que quizás no fue concebido para durar casi treinta años, y como todo libro viejo tiene una historia que contar, ajena muchas veces al texto o a las imágenes impresas en sus páginas, este libro también tiene su historia, pero un libro no nos narra su vida tal como un hombre anciano rodeado de los nietos en una noche calurosa de apagón, un libro no, un libro no tiene el don de la palabra; aunque los caracteres estampados en él vayan conformando una historia o muchas historias, estas no le son propias; es el libro sólo su portador; el libro, como materialización, como transmutación corpórea de la palabra, es un testaferro, una celulósica celestina; en caso de ser llevado a juicio puede alegar la obediencia debida; como muchos militares, latinoamericanos, norteamericanos, o de la culta Europa, factores de masacres, torturas y desapariciones; “esa es mi tarea”, diría, mientras se declara inocente; inocencia también invocada por el lector “estaba escrito, así lo he leído, es el libro el culpable” argumentaría en su defensa en el mismo banquillo de los acusados. Pero muchas veces la propia historia de ese libro es más significativa para nosotros que las que quiso contarnos su autor. El libro, ese peligroso manojo de hojas de papel gaceta, pegadas, grapadas o cosidas a un rectángulo de cartón coloreado de una edición barata, sin lujos de pastas y letras doradas, sin brillantes cromados, con ausencia de marcas en sus hojas, sin ajaduras, sin pequeños dobleces en las puntas, tácitos reveladores de pausas en la lectura, es un libro que se ha conservado virgen, ileso, intacto, inútil durante un cuarto de siglo en un estante polvoriento.

El Ingeniero sopla el borde de las hojas y un polvo añoso sale desprendido rumbo al estante, lo sacude y pasa sus manos por el borde de las hojas, como un jugador dispuesto a iniciar un juego de naipes y piensa, mientras observa la portada, que algo de azar existe siempre en las hojas de un libro. El rótulo negro, sobre un fondo blanco encuadrado en borde rosa fuerte, indica el título del volumen de cuentos. A la izquierda del título hay un logotipo, -tres flechas curvas, entrecruzadas en varios sentidos y enmarcadas en un pequeño rectángulo negro- sobre este, en letras muy pequeñas se lee: “Ediciones Huracán”. “Es el producto de una época…”, piensa El Ingeniero, “una época convulsa como el huracán”, o “¿sería que por los menos los últimos ciento cincuenta años habían sido convulsos?, ¿sería que desde adquirimos una conciencia de lo nacional, la historia de Cuba se convirtió en un ciclo interminable de guerras, cuartelazos, revoluciones y bochinches?”. “Somos un ajiaco bullente dentro de un caldero sobre un fogón encendido, donde los trozos de plátano, yuca, ñame, boniato y cerdo, blandos ya, no terminan de disolverse y fundirse en un único y homogéneo elemento”. Vuelve a sacudir las páginas mientras continua diciéndose “se publicó mucho, aunque no todo, había cierta selectividad perniciosa; determinados temas y autores fueron censurados, por consideraciones “extraliterarias”, como se dice ahora, mira que quise leer “La Ciudad y los Perros”, estaba en la biblioteca, yo lo sabía por el catálogo, pero me lo negaron, si no era periodista o de la UNEAC no me lo podían prestar; una pequeña frustración, una más, acaso por lo mismo se produjo el quinquenio gris, un quinquenio que no termina”

Estas cosas nos va contando el viejo libro. El rectángulo que encierra el título parece una pegatina sobre el resto del diseño compuesto por un rostro de mujer rodeado de rosas y hojas, muchas hojas, un mar de hojas, verdes las más próximas, las centrales y moradas las cercanas al borde. La contraportada, de diseño similar, contiene un breve texto muy falto de significados. El ingeniero presume que debe ser toda la obra narrativa excepto novela. “Seguro el prólogo lo explica mejor”, especula mientras lo hojea, pero encuentra que no tiene prólogo. Las páginas se han oscurecido con el tiempo, sobre todo las que están más cerca de la portada, el resto de las páginas se ven bastante bien, amarillentas, pero legibles. Después de todo es casi un milagro que se haya conservado así, salvo estos pequeños defectos, a través de los años, desde que El Ingeniero no era aún El Ingeniero, sino un adolescente en una secundaria básica en el campo.

Busca un lugar apropiado para leer, necesita de un sitio con buena iluminación, el mejor a esas horas de la noche es el dormitorio. Existe una razón adicional, allí está el aire acondicionado, un artefacto benéfico en esta canícula de finales de junio, en la que el calor penetra impregnándose hasta el último átomo de las losas de hormigón prefabricado, para calentar paulatinamente el aire de las habitaciones, tan petrificado, denso e irrespirable como un muro de fortaleza colonial. Entra en el dormitorio, cierra la puerta y enciende el aparato, con cierto cargo de conciencia; es el horario pico, en el que se recomienda tenerlos apagados, para evitar los apagones. Pero no tiene alternativas, sino no lo enciende estaría sometido al insoportable clima, en aquel cerrado cuarto, sin otros medios de ventilación.

La habitación es de una planta casi cuadrada, con dos camas colocadas a ambos lados de la mesita de noche de gaveta única; varios libros y otros papeles se amontonan sobre ella. “Necesito ordenar aquel desbarajuste,” piensa mientras de deshace de la vestimenta. Frente a las camas un largo closet ocupa casi toda la pared en la que se empotra la puerta, perpendicularmente al closet se abre la ventana de persianas que soporta estoicamente el aire acondicionado. Las otras dos paredes no tienen aberturas ni otra cosa que señalar, están desnudas, sin aquellas reproducciones baratas comunes en los hoteles o ese tipo de pintura “naïf” tan de moda en los últimos tiempos. Una lámpara doble de tubos fluorescentes de veinte watts se combina con el color blanco de las paredes y el techo, brindando una luz excelente para la lectura. De la luminaria se desprende un monótono zumbido; capaz de competir ventajosamente con el ruido del aire acondicionado.

Se acuesta después de acomodar la almohada hacia el frente, buscando una mejor iluminación; la mejor posición posible en aquella habitación carente de otro mobiliario. Abre el libro buscando el primer cuento, pasa las tres primeras hojas, continentes de los datos usuales sobre al edición, llega a la página siete. “Un número feo, escatológico” pensó “debieran saltar este número en los libros, como en los hoteles saltan la numeración del piso trece”. Comienza a leer el primer párrafo. “Ciego, ni un rayo de luz penetraba en su cerebro y en torno suyo llovía sol profusamente. Estaba de pie, a la vera del camino, extendiendo la mano implorante hacia el ruido de todos los pasos y formaba un claroscuro sugerente y trágico aquella su tiniebla interna en mitad de la campiña coscurante…” Se detiene preguntándose que rayos sería aquello de coscurante, el párrafo tiene un estilo poco usual en los escritores de hoy en día, son dos oraciones, una de ellas bastante larga, precisa, elegante, pero no sabe que es coscurante. “Tendré que buscarla en el diccionario”, se dice.

En ese momento nota en la página anterior una forma que no había percibido antes, por haberse enfrascado directamente en la lectura del “Sol de Antaño” (así se llamaba el cuento). Le llama la atención este cuño, en el que se lee: “MINISTERIO DE EDUCACION-DEPARTAMENTO NACIONAL DE BIBLIOTECAS ESCOLARES”; dentro del cuño alguien había escrito, a mano y con tinta, la fecha y la clasificación del libro en la biblioteca a la que perteneciera. El libro persiste en contarle su oscura historia.

Hacía pocos días un Arquitecto amigo suyo, le había comentado como en una época pasada hurtaba libros en las bibliotecas públicas, con la muy aceptada excusa de un pensamiento de Martí que reza, según la leyenda popular, “robar un libro no es robar”. Decenas y hasta cientos de veces ha escuchado El Ingeniero esta frase en su vida. No tiene certeza de su autoría, aunque le había parecido siempre una frase poco digna del Maestro. Seguramente se trata de otro pasaje distorsionado de su prolífica obra. Desde su muerte, no había una generación que no hubiera utilizado fragmentos de la obra del Apóstol para justificar alguna de sus acciones, aún las más espurias. “Claro, como no puede defenderse…” Seguramente este sería un caso más en la ya larga tradición de apócrifos. Él mismo se había escudado, a veces, en tan deleznable excusa para apropiarse de alguna obra. “¿Sería este el caso?” No lo recordaba.

Había adquirido muchos libros en su vida, de las más variadas maneras; la mayoría comprados en la red nacional de librerías; todas con los mismos estantes de cartón bagazo melaminado, mostrando ordenadamente los mismos añejos tomos de “Ciencias Sociales”, de “Textos para la Educación”, de “Literatura Universal”, “Literatura Cubana” o “Literatura para Niños”; atendidas por esas asépticas dependientes, batiéndole en las espaldas esos enormes ventiladores metálicos, único remedio en los calurosos veranos, comerciando con un manual de economía política del socialismo, como un bodeguero despacha boniatos en una tienda de batey de central; de manera que cuando se entra en una de ellas ya se ha entrado en todas. También los había obtenido de libreros callejeros, de esos que venden libros usados en cualquier portal de la ciudad; mezclados en la misma mesa, banco o estante, los más completos tratados anatómicos norteamericanos con novelas de Tolstói, Gogol, Hugo o Galdós, mientras en otro se entreveran La consagración de la Primavera o el Recurso del Método con revistas del corazón y novelas de Corín Tellado y, en el de más allá, se amalgaman las Químicas para Ingenieros y los diccionarios de la UTEHA con el último bestseller de Stephen King: Últimamente también los conseguía en las modernas Ferias del Libro; esas en que el Morro y la Cabaña, ese gran Mercado Único de las editoriales, se convierte en un hervidero de gente, empujándose, apretándose, apisonándose en las infinitas colas, que les recordaban las del camello, rodeando las estanterías improvisadas, tomando un libro de aquí y dejándolo allá, para descubrir que el libro que se está buscando no se encuentra y los que se encuentran son reediciones de las mismas obras de Verne, de Salgari y de Twain publicadas decenas de veces en los últimos cuarenta años, los mismos que van a estar la próxima semana en las librerías normales sin tanto calor, ni tanta cola. Le habían regalado libros, o se los habían prestado sin que se los devolviera al dueño incauto, de la misma forma en que él había sido cándido en prestar algunos tomos valiosos que no retornarían nunca a sus manos. Esta seguro de haber obtenido algunos hasta en la basura, de algún arrepentido de la filosofía marxista o de las memorias de Zhukov. Los había comprado en unos pocos centavos cuando conseguir un libro no representaba una erogación demasiado grande para su reducido presupuesto de estudiante, o a los precios de ahora, hambrientos de su módico sueldo de ingeniero. Revisó detenidamente las primeras páginas, para tratar de encontrar la salvadora anotación del precio del librero; podía ser el caso que el ladrón original lo hubiera vendido a una casa de libros usados y él lo hubiera comprado allí; pero no la encontró. La que si estaba indeleblemente estampada en la página seis era la prueba de un delito, muy probablemente cometido por él mismo, en una época tan lejana de la que le quedaban muchos recuerdos, excepto quizás el del hurto de dichoso libro.

III

Adentrándose por otro sendero del bosque brumoso de su memoria ve claramente el primer día en la secundaria. Habían tomado el ómnibus en Versalles, frente al Goicuría. La plaza estaba llena de niños y adolescentes, acompañados por sus padres y otros familiares. A la hora señalada, subió al Girón V acompañado de algunos compañeros suyos de la escuela o del barrio; adentro Jota Jota le pidió encarecidamente que no le contara a nadie que a él le decían Jota Jota, porque a su padre no le gustaba que le pusieran nombretes, molestia que Jota Jota se había tomado en vano, en primer lugar, porque él no sabía que a Jota Jota lo llamaban así y en segundo lugar, porque fue inevitable que en la escuela todo el mundo le dijera Jota Jota y no el doblemente apostólico nombre de Juan José.

En el viaje todo fue muy alegre, todos los niños chillaban, cantaban y hacían bromas de todo tipo, como si fueran a una excursión a Playa Girón. El Ingeniero había estado en una de aquellas excursiones y en aquella oportunidad habían tomado el camino de Jagüey por la Isabel. Ese día iban vía Pedro Betancourt, pasaron Camilo Uno, Camilo Dos y en el entronque de La Caridad el ómnibus, enrumbó por un ramal que se adentraba entre los naranjales hasta conducirlos a la escuela.

La primera impresión sobre la escuela fue de soledad. En cuanto llegaron las voces se fueron sosegando. Un imponente edificio blanco y gris se les presenta de improviso en medio de aquel inmenso mar verde de naranjos; la severa construcción -cimientos con vaso donde se empotran las columnas y grandes vigas donde apoyan las famosas losas doble T y los paneles de este sistema de hormigón prefabricado, llamado también, casualmente: Girón- Sería el contraste del verde con el gris o el silencio, sólo interrumpido por el gorjeo de algunos pájaros, sobre todo el lamento grave y triste de los Judíos, que lejos de romper el silencio lo hacen más profundo, inquebrantable hasta para los gritos estridentes de algunos de los niños o niñas, que conforman tan variopinta delegación, o sería que de repente percibían estar inexorablemente solos, a pesar de aquella aparente multitud, que no comprendía exactamente su situación de aislamiento, allá, lejos de los padres, los hermanos, los amigos y de todo lo que le era conocido y familiar en la ciudad de donde venían.

Los habían enajenado, repentinamente y sin preámbulos, de un universo; de calles asfaltadas, por donde habitualmente transitaban para asistir a sus antiguas escuelas o para visitar a sus parientes; de los parques donde, todavía ayer, correteaban destrozando los zapatos y rasponeándose codos y rodillas; de los cines donde aquellas deliciosas películas de aventuras los habían divertido y en los que quizás alguno, precozmente, había besado la primera novia. Todo aquel mundo infantil les había sido arrancado de cuajo, para ser suplantado por otro mundo mucho más agreste, más ríspido y más amargo.

Un mundo nuevo y desconocido se abría ante sus ojos; el universo del mosquito hambriento, del anofeles insaciable de sangre humana, zancudo traidor de las noches de estudio, invadiendo en masa las aulas y los dormitorios donde ellos, debajo de los mosquiteros se ahogaban del calor en el verano sin ventilador; eludiendo la ducha de agua fría en los más fríos inviernos, donde las temperaturas en la madrugada llegaban a los tres grados centígrados y tenían que dormir sobre la tabla de bagazo tapados con la colchoneta. Era el mundo del trabajo en los naranjales, de los surcos interminables de sacasebo o de aquella hierba de elefante, que se le antojaban traídas, seguro por algún degenerado, desde las orillas de lago Victoria en las mesetas de Uganda y donde ellos, con apenas doce años, irían en las frías mañanas del invierno o en las tórridas tardes del verano, a cortar las persistentes hierbas y donde se le encallecerían, las que eran aún, sus tiernas manos, donde cargarán los pesados sacos de fertilizantes nitrogenados o las largas filas de tubos de aluminio para el riego, donde sembrarán naranjos o se pincharán y mancharán la piel con los limoneros y donde cosecharán los frutos agrios de las plantaciones, en ocasiones alumbrados por la luz de los tractores cuando, ya de noche, los obligaran a trabajar para cumplir la meta del primer millón de quintales. Tampoco tenían conciencia todavía de las duras tareas docentes a las que no estaban acostumbrados y que enfrentarían esta vez sin la ayuda de los padres, con el sólo concurso del poco experimentado profesorado; esos muchachos que con sólo pocos años mayores que ellos -niños todavía, faltos ellos mismos de educación- se les había hecho responsables de educarlos. Un mundo sin mayores distracciones que dos televisores para quinientos alumnos, una biblioteca de treinta y seis metros cuadrados, una cancha para baloncesto y voleibol, una pista de atletismo y un campo de fútbol. En un país donde el deporte favorito es el béisbol no había un terreno para jugarlo ni en diez kilómetros a la redonda.

Pero cuando llegaron no se imaginaban todavía nada de esto, aunque algo se presentía en el silencio y en la soledad de aquel lugar. Sólo se les hizo más patente esta vaga sospecha en la primera noche, en que después de ser acomodados en aquellos enormes dormitorios colectivos, de comer por primera vez la comida servida en las pesadas bandejas de aluminio y de pasar un rato vagabundeado, observando los desolados campos deportivos o sentados en los bancos de hormigón, (todavía no sabía que se llamaba hormigón), se recluyeron en los dormitorios, se acostaron en las literas, se apagó la luz y todo quedó en silencio. Muchos lloraron aquella primera noche un llanto callado.

IV

El ingeniero había terminado definitivamente de leer el cuento de Gallegos, que no es lo mismo que un cuento de gallegos. Se incorporó y encendió un cigarro. Le quedaba ese feo vicio que no había podido vencer a pesar de varios intentos. Ahora que la situación está tan mala y le quedan tan pocos alicientes, no podía renunciar a este pequeño placer que le depara la vida, ese y una buena lectura son casi las únicas dos distracciones que se puede permitir. “En definitiva de jodido para alante no hay más pueblo” se dice para justificarse. Ya no sale a ningún sitio, la mayoría de los establecimientos o, mejor dicho, los pocos a los que le gustaría ir de vez en cuando, son en dólares y si son en moneda nacional los precios son casi en la misma proporción en que se canjean los dólares en CADECA. Recién la semana pasada, había asistido a la función de un grupo humorístico de su tierra natal en el teatro Mella y se encontró que la entrada costaba diez pesos, o sea, más de un día de trabajo para un trabajador con un salario promedio. “¿Quién se puede dar el lujo de gastarse el salario de un día cada semana para ir al teatro?” se preguntó “Eso, si no llevas a la familia, porque sino…ya tu sabes”

Aspiró profundamente el cigarrillo. Era una marca nueva salida al mercado hacía poco tiempo, en moneda nacional por supuesto, o en lo que se llama popularmente moneda nacional, porque en Cuba circulan hoy cuatro monedas diferentes, todas con curso legal; el Dólar Norteamericano, el Euro, el Peso Cubano Convertible y el Peso Cubano Normal, “¿será el peso cubano convertido… en mierda? se pregunta El ingeniero; las tres primera tiene un valor más o menos equivalente, pero el humilde peso cubano se enfrenta en una proporción de veintisiete a uno con relación al dólar americano y por tanto cada cubano que recibe un salario tiene veintisiete veces menos alimentos, veintisiete veces menos ropa, veintisiete veces menos diversión y es veintisiete veces más pobre cada día.

El ingeniero exhala el humo del Criollo que expande un acre olor por toda la habitación. El examen del cuño de propiedad de la biblioteca escolar, le había conducido a cierta meditación existencialista, sobre una etapa de su vida, de la que era producto irremediablemente el mismo hecho probable de que hubiera robado el libro. Se repetía bastante por los políticos y por sus condicionales portavoces, que la educación en las escuelas en el campo, obedecía también a un principio martiano, de la misma manera, pensaba él, en que se legitimaba el robo de un libro como un medio valedero para un fin tan elevado, como era el de adquirir una cultura universal. Se imaginaba que en alguno de los veintisiete tomos morados de las obras completas se podría encontrar un párrafo, una oración, una frase o una palabra, sacadas de sus contextos literarios, políticos, filosóficos y de época, con las que se pudiera justificar cualquier cosa, incluso la proporción de veintisiete a uno, (rara coincidencia) con que se intercambiaba la imagen de Martí en el anverso del peso cubano, por la imagen equivalente de Washington en el Dólar Norteamericano.

En definitiva todo cabía en el campo de la exégesis y dentro de este virtuoso campo, de las interpretaciones y las explicaciones amañadas, la historia había demostrado que todo era posible. Lo mismo era explicable la santísima trinidad y las parábolas de los profetas, a través de los hechos de la vida cotidiana, que los crímenes de la Inquisición, como estos hechos cotidianos, incluyendo estos crímenes, explicarse y justificarse mediante las parábolas de los profetas y la santísima trinidad. No en balde se habían ocupado los hombres más doctos de todos los tiempos en explicar cosas, muchas veces inexplicables. Cuantas horas de meditación habría malgastado Benito de Espinosa averiguando si los textos sagrados eran la expresión de la palabra de Dios dictada a los profetas o simples opiniones de aquellos sabios doctores de la religión cristiana. Quizás surgiría algún moderno doctor que nos explicara como las palabras de Martí eran también producto del dictado divino y no debido a su yo y a su circunstancia, como dirían Ortega y Gasset; o quizás ya hayan surgido tales doctores y él no estaba informado.

El cuento de Gallegos narraba una historia trivial, casi de telenovela; el protagonista regresaba a la tierra de su infancia y de su juventud, aquella que había sido propiedad de su difunto padre y que ya no le pertenecía; tierra donde tuviera su primer amor; regresaba desencantado de su existencia para descubrir que tenía una hermosa hija. “El pasado le redimía, de él brotaba iluminado aquella oquedad tenebrosa donde una vez viera perderse su entusiasmo, su aspiración y su fe…., un rayo de sol”, así concluía el cuento. Del destino del personaje emanaba cierta concentrada esperanza. “¿Cabría también una esperanza para su destino?,” era la pregunta que le daba vueltas en su cerebro, quizás fuera la pregunta de todos sus contemporáneos y para la que él no encontraba una respuesta.

Regresó de estas disquisiciones filosóficas a sus recuerdos de adolescencia. Tenía que haber, en aquella etapa de su vida pasada, respuestas para el presente y tal vez para el futuro; la educación que recibió en la adolescencia le había conformado su personalidad. Si por lo menos le explicara como había sido capaz de robar un libro o varios, no sabía cuantos y no sólo libros, también había cometido otros delitos, de los cuales no tuvo verdadera conciencia, tan mezclados con un modo de actuar tan natural, tan falto de significados. Recordaba que en la escuela había cometido algunas otras fechorías, que era el modo habitual de actuar de los estudiantes, en aquellas instituciones, carentes de autoridad moral.

V

El octavo grado fue desastroso. Había escasez de profesores y no hubo director por un largo tiempo, faltaba también el subdirector docente. El directivo de mayor rango en la escuela era un secretario homosexual. El de Producción sólo se ocupaba de los trabajos agrícolas. La primera semana del curso no asistió a clases. La matrícula había excedido las capacidades de la escuela y a su grupo lo mandaron para Festival, en la que los muchachos, todos varones, se pasaban el día haciendo lo que les daba la gana, unos jugaban béisbol en los jardines, otros montaban a caballo, los más vagabundeaban por aquella solitaria escuela buscando que destrozar o en que entretenerse, mientras unos pocos, como él, leían el Decamerón, ese Kamasutra de su generación, o algún otro libro encontrado al azar en las aulas o en los privados de los profesores, donde se habían introducido subrepticiamente.

A la semana siguiente los llevaron para su escuela. Como todavía no se habían creado las capacidades de alojamiento, los primeros días durmieron sobre colchones puestos en el suelo del pasillo central de la escuela, a la intemperie, luego fueron trasladados al piso de la enfermería, hasta que, finalmente les pusieron literas en las salas de estar contiguas a los dormitorios, casi en la intemperie también. La escuela era una locura, todos los espacios posibles fueron habilitados para aulas o dormitorios de los estudiantes. Había clases hasta en las salas de estar del edificio de las niñas, apiñados unos encima de los otros. La disciplina se resquebró. Ellos, con más experiencia, comenzaban a vagabundear por los campos en los días y horas de asueto. Se iban a comer naranja, a robar mangos de las arboledas de los pocos vecinos, se bañaban en los pozos de las bombas de riego y en general llevaban una vida disipada, todo lo disipada que permitían las condiciones.

Tuvo un año académico bastante malo, no tanto por las notas que en promedio no eran malas, sino porque en algunas asignaturas había obtenido resultados decepcionantes. Años después llegaría a considerar el octavo grado como el año perdido de su vida. Si esta era una escuela de alumnos seleccionados, lo que se dice una elite, no hubiera querido imaginarse lo que pasaba en las demás. Se contaban fantásticas historias, de alumnos a caballo corriendo dentro de los edificios, de cerdos asados en los dormitorios utilizando las tablillas de madera de las ventanas como combustible, se hablaba de abortos de las alumnas en los baños de los docentes, de niños recién nacidos arrojados en los patinejos de las instalaciones sanitarias. En una escuela muy cercana se había desatado como se dice un infierno, cierta casta de alumnos se transformaron en dictadores, obligando al resto a los más descabellados actos y cometiendo los más intolerables abusos, al punto de casi matar a golpes a alguno de ellos; tiranía sólo posible por el silencio de las víctimas sustentado en el miedo.

El año siguiente le fue mejor; el hacinamiento había mejorado por la salida de dos grupos de noveno grado para la Vocacional de Matanzas; un nuevo director de origen militar; que aunque no terminó el curso por no se sabía que asunto desagradable, probablemente un asunto sexual con alguna estudiante; había impuesto una disciplina, propia de las academias militares y eso contuvo bastante a aquella hueste adolescente, que en el curso anterior se acostumbró a un régimen mucho más relajado.

No obstante ocurrió en aquel año un hecho que lo había hecho reflexionar toda su vida. Terminando el curso, en la última semana, se produjo un robo en el aula de artes plásticas. Alguien había sustraído unos materiales de dibujo. Las artes plásticas no eran una asignatura del plan de estudios, solamente algunos alumnos seleccionados, de entre aquellos que mostraban aptitudes para la pintura o el dibujo, recibían en aquel lugar una instrucción especializada. El profesor, escandalizado, había acusado a todos los alumnos, pertenecientes a aquel selecto club, de ser cómplices de aquel hurto y los amenazaba con la expulsión deshonrosa si no delataban al que lo había ejecutado.

Como todo se sabe en las escuelas, muchos sabían quien era el autor, aunque la mayoría no tenía conciencia de que esto era un hecho despreciable y punible. Acostumbrados estaban a robarse unos a otros, los zapatos, la ropa, la comida que les traían los padres los domingos, las piñas de los guajiros de la zona, los panes del comedor, los machetes, los libros de la biblioteca, en fin, casi cualquier cosa de su interés y con la posibilidad de ser robada, podía ser robada sin que esto constituyera ningún menoscabo para la moral, debilitada por la práctica consuetudinaria de muchos tipos de tropelías similares. Pero ahora aquel grupo se encontraba ante una disyuntiva, o delataban al autor o podían ser castigados severamente.

VI

Al poco tiempo de entrar Denis con el Instructor a la dirección, EL Ingeniero y Ramiro notan como el secretario sale y regresa con “El Peyi”, el actor principal de aquella pequeña tragedia. Evidentemente Denis había hablado. Luego el acusado sale de la Dirección sonriendo como en una fiesta y se dirige hacia los dormitorios. El Director lo ha expulsado y no podrá continuar estudios en aquella selecta institución, ahora trasladada definitivamente a la capital provincial. El rumor se corre por toda la escuela.

A partir de ese momento se desarrollan otros secretos acontecimientos. El pequeño malhechor goza de gran popularidad entre el estudiantado, fama incrementada con el que era, según la opinión general, un inmerecido castigo. A los ojos de todos, había un solo culpable y ese era Denis.

Comienza a fraguarse una conspiración. Es el último día en la escuela, mañana vendrán a recogerlos para salir definitivamente de este lugar, donde han pasado la mayor parte de los últimos tres años, pero queda la noche. En la noche, después de la hora del silencio todo es posible. En las casi mil y una noches que habían pasado en aquella escuela habían sucedido muchas cosas. Eran las noches de peleas en los dormitorios, entre los caudillos, imitadores de jefes de galera; de las golpizas y otras vejaciones a los “trajines”, de introducirse en las habitaciones de las niñas para tener sexo, o de escaparse para Torriente, Jagüey o a otras escuelas cercanas. Eran las noches del amor, de la risa, del dolor y del llanto. El Ingeniero no sabe donde Lope ha escrito que: “No hay placer que no tenga por límites el dolor; que con ser el día la cosa mas hermosa y agradable tiene por fin la noche." Las noches son propicias, las noches son mudas, las noches amparan.

Durante la tarde ciertos cuchicheos misteriosos pueden ser observados en los rincones apartados o en los largos pasillos. Una tormenta silenciosa se avecinaba. Se hacían preparativos; se convencía, sin mucho esfuerzo, a los ejecutores de la acción; se negociaban las neutralidades; se preparaban las armas; algunos toalleros de acero eran arrancados de las literas y envueltos en toallas, para no dejar marcas. Denis desapareció de la vista de la mayoría, repudiado por chivato; pero todos conocían el lugar de su escondrijo. El profesorado no podía estar ajeno a los preparativos; incluso había entre ellos un profesor, “el teacher”, involucrado en los acontecimientos que se avizoraban. Todo se hizo en silencio y aparentemente aquella noche no ocurriría nada.

Llegó la noche, la última. Ha venido un grupo musical y la plaza se llena con los estudiantes eufóricos por el acontecimiento, bailan con la música en vivo y, después que el grupo se va, continúan con la música grabada, hasta que terminado el jolgorio, tarde en la noche, los envían a los dormitorios. Hay un solo estudiante que no participa de la fiesta, es Denis; se ha recluido en un oscuro pasillo junto al laboratorio de química; pero sus jueces y sus ejecutores no lo olvidan; está condenado por una secreta ley, aquella ley que muy pocos se habrían atrevido a violar, es la ley del silencio, en Sicilia la llaman Ley de la Omertá. Durante la noche no se ocuparon de él, pero mientras bailaban sabían que estaban destinados como Denis a participar de una cruel ejecución.

El Ingeniero se ha retirado a su dormitorio después del toque de silencio. Sospecha que algo también puede ocurrirle, no sabe que rumbo exacto puede tomar este tipo de cosas y toma sus precauciones, desclava el toallero metálico de su litera y lo pone debajo del colchón. Duerme, cuando alguien lo despierta para avisarle. Le dicen que si se entromete entonces él también será castigado. Quieren asegurarse por última vez de la neutralidad de un temible adversario. Si alguna vez albergó la idea de defender al condenado, la había descartado al conocer de la participación del teacher. La mayoría de sus compañeros estaba de acuerdo con aquella condena, sentenciada en un juicio sin defensores y a la que no había derecho a apelación y el castigo estaba amparado con la participación del profesor; entonces, vistas las cosas desde ese ángulo, no había nada que hacer.

Nunca supo de los detalles de la ejecución. Cuando bajó de su dormitorio, a la mañana siguiente, todo era normal. Comenzaron a llegar las guaguas y los alumnos a irse para sus respectivos municipios. Los que se iban primero eran despedidos, entre besos, abrazos y estrechones de manos, por los que todavía esperaban impacientes en la escuela. Algunas niñas lloraban; después de todo, se siente cierta nostalgia cuando se abandona un lugar donde se ha vivido tanto tiempo y al que seguramente no regresarían nunca en el futuro. En el pasillo central, Daniel se le acerca, lo acusa de haber permitido la ejecución, que Denis había sido su amigo y que lo ha dejado solo. Pero a él que le importa ya todo, además ¿que hubiera podido hacer? Denis había tomado una decisión y había sufrido las consecuencias. Ahora Denis está en un apartado banco de la plaza, solitario; aún de lejos luce demacrado, con algunas marcas en el rostro, que refleja su sufrimiento, su tristeza, su soledad.

VII

El Ingeniero saca otro cigarro de la cajetilla y la tira sobre la mesita de noche. La observa, es blanca con franjas azules. “Como un libro en miniatura”, piensa. En la cubierta en letras rojas bien grandes se lee “20 Criollos”, en el canto, en unas letras blancas muy pequeñitas, sobre un fondo azul oscuro, se adivina la advertencia del MINSAP “Fumar daña su salud”; “Sería un libro sobre la muerte” piensa mientras manosea un poco el cigarrillo antes de llevarlo a la boca y encenderlo. “¿Por qué será que todos los placeres humanos son dañinos?,” se pregunta mientras expira el humo blanquecino, comparándolo con el humo azulado, desprendiéndose del extremo incandescente del cigarrillo, “¿Será que cada placer lleva implícito un exceso, alguna pasión desmedida?,”se pregunta, “Si, de pasiones están construidos los seres humanos; el amor, el odio y el miedo, son la materia prima de la que se nutre el alma de los individuos y la suma del amor, del odio y el miedo del conjunto de los individuos conforma el espíritu de la sociedad. Cuando alguna de estas pasiones prevalece sobre las otras, se produce un desequilibrio, como cuando se desigualan las fuerzas actuantes sobre una viga y esta se rompe moviéndose aceleradamente en la dirección de la fuerza predominante.”

¿Quién había sido la víctima de aquella noche de julio de 1979? ¿Habría sido El Peyi, expulsado de la escuela, con una nota en el expediente que lo marcaría?, o ¿Habría sido Denis, que se enfrentó solo a aquel juicio sumario y aquella ejecución dolorosa?, o acaso, ¿Habría sido él, que quedó para siempre solo, en la neutralidad denigrante de aquel coto de silencio? No lo sabe a ciencia cierta. Probablemente todos fueran víctimas. Tal vez todos siguieran sus solitarias vidas, selladas por aquel acto deplorable, esperando que de la oscura oquedad de su pasado surgiera la luz que los salvara de la pérdida de su entusiasmo, de sus aspiraciones y de su fe, un rayo de sol que les alumbrara sus sombrías vidas. En ese preciso instante, cuando Cassini se aproxima a Saturno, El Ingeniero termina el cigarro, se acuesta y apaga la luz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Espere a Navidades y leálo entonces con calma. Va a disfrutar muchísimo.

Un saludo.

Happel