jueves, junio 07, 2007

El Pepe


I

El Pepe contonea lascivamente sus sensuales formas masculinas por la acera del Paseo del Prado. Su voluptuosa panza, abultadas caderas y rollizas pantorrillas se adivinan bajo el mono de nailon translúcido. Al ritmo de su andar la papada oscila, de un lado a otro del corto cuello, armonizando con su baja estatura y las anchas alpargatas que completan su indumentaria. Se detiene y atisba la avenida: sus encantadores ojos saltones brillan como los de un sapo a la captura de una mariposa noctámbula, abriéndolos y cerrándolos continuamente, acentuando los bultos sebáceos debajo de los párpados inferiores. Entre tanto el aire despeina su ralo cabello cenizo sobre la redondeada calva, confiriéndole un aspecto especialmente seductor, casi perfecto, como el de un antiguo y rechoncho monje budista.

Se sabe atractivo, se siente halagado por el asedio constante de turistas africanas y sudamericanas, procurando favores sexuales, sobre todo las mulatas cubanas y brasileñas, que le hacen todo tipo de proposiciones y se vuelven frenéticas con su tez blanca. Algunas le resultan repugnantes, con sus largas y torneadas piernas, los rotundos traseros, sus firmes ancas y sobre todo tan orgullosas de su color chocolate, juzgándose superiores por el sólo hecho de poseer melanina suficiente para teñir a toda la raza caucásica –“Ay mi amigo, como si tener la piel blanca fuera una enfermedad carencial” –

Desde el ataque a las torres Petronas por unos fundamentalistas norteamericanos el negocio se ha puesto cada vez más difícil. Hoy no ha hecho la cruz. Es el miedo a volar de indios, sudaneses o malayos, la causa del descenso del turismo; se sienten más seguros en sus enormes y lujosas residencias rodeados de sus guardias Massais –“O Zulúes”– y sus fieros Rhodesian Ridgebacks, que en un avión de la African Airlines estrellándose contra cualquier rascacielos de Malabo o Bujumbura. –“Pero si no fuera por los desvergonzados alemanes e italianos que inundan las calles y se venden por nada, no me fuera tan mal.”–

Cruza la calle por el rumbo del Museo del Prado, evade algunos baches y evita milagrosamente enlodarse las alpargatas. Si no fuera por el niño, lo único que en verdad le importa, no hiciera este trabajo que fuera el de su padre y su abuelo; le repugna, pero no hay muchas oportunidades y la miseria le ha empujado al oficio más antiguo del hombre desde que Adán engañó, con un mango, a Eva en el Paraíso y el consabido castigo de Changó fue pasar trabajo toda la vida. –“¡Ay Changó! ¿Por qué no habré nacido mujer?”– Si por lo menos alguna congoleña o nigeriana se lo llevara a algún exótico país. No todas son malas, ni buscan sólo sexo, sino algo diferente de lo que se les ofrece en sus industrializadas sociedades; aunque se cuentan historias realmente horrendas; algunos han viajado a países que les han pintado como vergeles y luego son obligados prostituirse, son esclavizados como domésticos o empleados en las ocupaciones menos remuneradas.

Esta noche hace el recorrido habitual hasta la estación de Viracocha, que es el área de Cara Cortá, la proxeneta gallega a la que le entrega más de la mitad de la recaudación o a veces, como hoy, cuando el negocio esta flojo, se lo quita todo. A cambio, La Gallega le garantiza cierta seguridad para buscar las clientas, así se siente resguardado de los putos rusos, polacos y de otras naciones del Este, que inundan Madrif. –“No se puede negar que La Gallega tiene el negocio bien montado”–. Tiene un catálogo de toda la nómina, desnudos, en posiciones sicalípticas, mostrando sus pequeños miembros tan codiciados por las extranjeras; –“Mijo ya están hastiadas de los inmensos penes de los de allá”–; recorre los hoteles haciendo contacto discretamente con alguna guatemalteca o peruana, de las que demandan carne fresca para satisfacer sus deseos más profanos; les muestra el inventario y negocia un precio; si el negocio prospera, la turista es llevada a algún tugurio de Madrif de los Incas y en un sórdido cuartito se completa la transacción. –“En la que nosotros somos mercancía barata”– Al final no pasa de ser un proletario, como los de las maquiladoras mozambicanas recientemente instaladas en Andalucía como consecuencia de la globalización neoliberal, pero en cierta forma es un proletario especial, porque además pone la materia prima: –“La carne mijito, mira que no tengo que envidiarle nada a nadie”– Es en esto último se asemeja a un artesano por cuenta propia, dueño de una máquina de coser alpargatas o de un horno para fundir esos abalorios baratos de oro, tan comunes en el mercado de divisas, donde son trocados por unas pocas cuentas de vidrio coloreado. –“Si, un proletario… pero sin sindicato”–.

Un lujoso automóvil ugandés se desplaza lentamente acercándose al Pepe que se pavonea libidinoso, exhibiendo su lengua lujuriosamente, mientras lo ve alejarse sin detenerse. –“Me cago en mi mala estampa”– grita, frustrado por el vano intento de atrapar a la turista. Ha llegado justo frente al museo, un edificio viejo y deteriorado, que antiguamente fuera uno de los ejemplos más relevantes de la arquitectura colonial americana en España. Las potentes columnas Mayas han sido erosionadas por el tiempo y la falta de cuidados; los helechos y otras plantas dañinas pueblan sus paredes destruyéndolas sin remedio; los techos se han hundido dejando pasar las aguas que han arruinado parte de las paredes; muchos de los cuadros de Velásquez y Goya han sido llevados a naciones tropicales y los restantes están cubiertos de moho o roídos por las aguas; pero El Pepe no se ocupa de esos nimios detalles, hace mucho tiempo dejó de preocuparse por el arte, ahora lo importante es sobrevivir, de la manera que sea; en incontables ocasiones ha realizado sus necesidades más perentorias, oculto por esas mismas columnas, de las que emanan los más ásperos olores.

II

No hace mucho, tuvo un incidente desagradable en este lugar, en uno de esos momentos, en que apremiado por retorcijones de estomago, fue a evacuar el vientre, ocultándose tras las columnas de la entrada. Había comido unos garbanzos, al parecer, en mal estado y se le presentaron repentinamente unas ganas tremendas de echar afuera todo aquello. Debido a la premura, se bajó los pantalones sin percatarse, en la oscuridad, que en el suelo descansaba un mendigo refugiado en aquel inmundo lugar. De repente sintió que le tocaban su orondo trasero.

–Joder tío – gritó espantado – Quien anda ahí.

–Se habrá visto… ¿Quién es el malintencionado truhán que osa mancillarme con sus excrementos? – dijo el mendigo incorporándose.

Ambos procuraron que la luz de la avenida les iluminara. El pordiosero iba vestido con mugrientos y apestosos harapos y era un hombre de más que mediana estatura, de carnes magras y piel surcada de profundas arrugas; una maraña de pelo blanco poblaba su cabeza prominente, mientras una barba espesa e igualmente desordenada le ocultaba el rostro, permitiendo apenas entrever unos ojos intensos que se movían intranquilamente en un semblante de insana enajenación.

– ¿No tenía vuestra merced otro lugar donde hacer sus necesidades, que no fuera sobre esta maltratada humanidad? Preguntó el individuo en tono de reproche.

–Por lo que veo y huelo, no le he hecho mayor ofensa a su triste figura al realizar mi apremiante menester. – Respondió algo altanero El Pepe, poniéndose a tono.

–Sepa vuestra merced que en otros tiempos no habría pasado por alto tan ultrajante villanía, porque he sido uno de los más famosos caballeros andantes que ha tenido la gloria manchega, y no lo fuera menos, si la fuerza de las circunstancias no me hubieren traído a tan lastimoso estado, en el que por ahora renuncio de mala gana a castigar tamaña falta, no fuera a recibir a cambio un mayor castigo para mis canijos y maltrechos huesos.

– ¿Y cual es el nombre de su señoría si se puede saber? preguntó EL Pepe intrigado.
–Sírvase vuestra merced en llamarme Don Quijote de la Mancha.

Extrañamente, El Pepe no se sorprendió por tan desatinada revelación; después de todo, en este mundo ya no quedaba lugar para las sorpresas; en su larga experiencia como prostituto, primero en Barcelona, luego en Valencia y ahora en Madrif, había encontrado todo tipo de personajes; desde un manco haciéndose llamar Cervantes y afirmando haber peleado en la batalla de Lepanto, aquella en que la armada española sufrió, a manos de los turcos, una de sus más catastróficas derrotas; pasando por aquel indio Hatuey, descendiente del famoso cacique que conquistara España bajo el mando del azteca Moctezuma; y el no menos misterioso Caballero de Paris, llegado cierto día desde La Habana con una apariencia no muy distinta de esta que se le presentaba ahora ante sus ojos; en definitiva un loco más, entre tantos desgraciados, que pululan en las calles de la ciudad.

–¿Acaso el ilustre Don Quijote no sabe que al merodear por esta zona, puede encontrarse con La Gallega y recibir una implacable golpiza, por importunar sus negocios?

–Desafortunadamente, ya esa ruda dama me ha causado un desaguisado, del cual he salido más molido, que de los acontecidos con los molinos, los cabreros y en la venta; pero debe vuestra merced conocer, que no es Don Quijote caballero que se amilane por unos cuantos porrazos, cuando le es menester procurarse algún sustento y un lugar para pasar la noche en vela, encaminando sus pensamientos al recuerdo de la más bellísima y noble dama de todos los tiempos, Dulcinea del Toboso.

– ¿Y no tiene tan valiente caballero siquiera un amigo que le ampare, evitándole ir por las calles en tan lastimoso estado?

–Pues si que le tuve, un buen amigo, uno de los mejores escuderos, de las más valiosas virtudes y preciosas cualidades y de los sentimientos más delicados que se puedan encontrar en toda la región castellana; pero fatalmente lo he perdido en la mas estrecha de las venturas.
– ¿Y que fue de tan loable compinche? – preguntó curioso El Pepe.

–Asombrosamente, Sancho Panza se ha ido a vivir a una ínsula como siempre había soñado, aunque no a la manera de gobernador como yo le había prometido, cuando, venido el caso, le hubiere ganado en alguna de mis aventuras, sino como esclavo sexual de una mulata caribeña –“Mas vale pájaro en mano que ciento volando”– me dijo y como vuestra merced ve, me he quedado solo, sin el caro compañero de tantas y tan prodigiosas andanzas.

–Pues le creo señor mío, porque yo sé de muchos que han seguido ese camino…

En esos momentos, enfrascado en aquella absurda plática con el no menos disparatado personaje, no percibió una masa descomunal acercándose presta y arremetiendo contra él.

– ¿Dónde tú estabas metido?– le preguntó intempestivamente mientras le lanzaba un bofetón al rostro con la mano derecha –Eh Pepe… dime ¿Qué tú haces aquí, hablando con el viejo este? – lo volvió a golpear, esta vez en el abdomen con un gancho de izquierda.

–Ay Gallega, por lo más que tú quieras, no me pegues más, yo te explico.

–Si… tú me vas a explicar porque no estás trabajando…, toma – Esta vez le pegó con la rodilla en los testículos y El Pepe se derrumbó y mientras estaba en el suelo adolorido La Gallega comenzó a patearlo sin clemencia. Don Quijote, que se había quedado estupefacto con la escena, trata de interponerse entre El Pepe y La Gallega.

–Dejad a este pobre hombre, endiablada mujer, no te basta con explotarlo como lo haces, para también proporcionarle este desatinado castigo.

La Gallega detuvo la tunda y la emprendió con Don Quijote, lo asió de la barba con la mano izquierda y le pegó de puñetazos hasta dejarlo tendido en el suelo.

–Esto es para que sepas, viejo loco, lo que es meterse en el camino de La Gallega…, si te vuelvo a ver por aquí no te dejo ni un solo hueso sano.

La Gallega era una mujer corpulenta, los brazos le colgaban como jamones a los lados del voluminoso cuerpo, tenía la cabeza rapada, un fino bigote negro le hacía juego con las pobladas cejas, pero era esa cicatriz que le surcaba el lado izquierdo del rostro, la que le daba ese aspecto realmente fiero que aterrorizaba al Pepe. Una falda oscura le ceñía apretadamente las enormes caderas, bajándole hasta las gruesas extremidades, mientras un tope marrón apenas le sostenía los abultados senos, que al ritmo de la jadeante respiración se le mecían, sudándole copiosamente; resoplaba como una búfala durante la paliza propinada a los dos malaventurados. Calzaba unas sandalias enormes de cuero con suelas de goma de camión, imitación de esos lujosos huaraches mexicanos tan de moda; del cuello le pendía una gruesa cadena barata de oro y en las peludas orejas lucía unos aretes del mismo mezquino material. Un poco recobrada del sofoco, se agachó y agarró a ambos hombres por el cogote y los incorporó sin el más mínimo esfuerzo y sin dejarles pronunciar palabra los arrastró por lo que fueran los jardines del Prado.

–Ahora, viejo orate, te desapareces y que no vuelva a verte más – le dijo a Don Quijote empujándolo hacía la vía, mientras este se alejaba refunfuñando. “Ya nos veremos las caras…”.

– ¿Qué tú dices viejo loco? Habla alto, para contestarte como te mereces. – le gritó, mientras hacía un ademán de ir en pos del viejo.

–Nada, nada, me voy y no regreso – contestó Don Quijote y apresuró el paso al ver el gesto de La Gallega

–Y tú…perro… a trabajar… que para eso te pago – y de un violento empellón puso al Pepe en la acera. El Pepe se compuso lo mejor que pudo y se alejó por el lado contrario al de Don Quijote. La Gallega se había quedado en la acera frente al Prado; se sentía cansada; –“Ya no tengo edad para estos trotes”– las cosas iban cada vez peor; necesitaba ser cada vez más ruda para mantener dominados a los putos; algunos aspiraban a un aumento del porcentaje y se vio apremiada a darles un escarmiento. No era el caso del Pepe; a ese lo tenía más controlado; era un cobarde, lloriqueando cuando le pegaban; además, si se sublevaba tenía al chama, podría presionarlo –“Lo mato si intentas algo contra mí”– y sabiendo esto El Pepe estaba tranquilo. –“Es La Rusa la que me preocupa”– Sabía que había estado rondando a sus putos aquí en el Prado y eso no le gustaba; era una enemiga peligrosa; la conocía bien por haber estado juntas en prisión, donde La Rusa le marcó el rostro para siempre. Se pasó la mano por la cara y acarició la cicatriz. –“Algún día me pagará el daño que me hizo” –; Pero había de esperar esa oportunidad. La Rusa afanaba por la avenida de Agustín de Aracataca, con influencia en todos los alrededores de la estación de San Yupanqui y las torres Quito, mangoneaba los putos rusos, bielorrusos y ucranianos que eran mayoría por aquella zona; los hacía formar una larga fila apostados en la Aracataca, como buitres al encuentro de los automóviles de las turistas africanas; su piel blanca lechosa era muy cotizada, sólo superada en el precio por la de los putos escandinavos. Los “nabos”, como se les conoce en la jerga, trabajan la zona de los hoteles más lujosos del centro, los cinco estrellas Kirundi Palace y el Mbaké Royal Inn, administrados por compañías de Burundi y Senegal; son los prostitutos de alpargata alta; se ofrecen como putos de compañía para las más poderosas empresarias marroquíes e indonesias o de otras naciones desarrolladas; acompañándolas a recepciones y banquetes; sirviéndole de traductores –“Para lo cual aprenden las lenguas bantúes, árabe o quechua entre otras”– o como simple entretenimiento de las clientes disfrutando a voluntad de su sexo, en una especie de “todo incluido”. Los “nabos” son manejados por dos mellizas polacas, con las que La Gallega había tenido pique de vez en cuando, pero no se atrevía a enfrentarlas, pues tenían fama de matonas. –“Tampoco me hace falta”–; Explotan diferentes sectores del mercado y no son competencia para La Gallega que maneja a los alpargateros españoles, como El Pepe, en la parte vieja de la ciudad. La Rusa si es una rival; a esa si que la tenía atravesada. –“La Rusa trata quitarme a mí, a La Gallega Cara Cortá, mi mascada y eso no lo voy a consentir, aunque tenga que matarla” – había pensado La Gallega mientras veía alejarse al Pepe, –“No será la primera ni la última”–. La Gallega se sentía vieja y cansada –“Pero me sobra papaya para enterrar a la que se atraviese en mi camino”–.

III

Desde ese incidente, había visto a Don Quijote de lejos varias veces, pero no habían vuelto a hablarse. El Pepe está de capa caída, se siente solo y desamparado; ahora recorre la acera del Prado con recelo. La Rusa lo rondaba y hasta habló con él un par de veces. –“Posiblemente La Gallega sospecha algo, y tal vez por eso fue la pateadura de aquel día”–. Seguramente quería manifestarle quien era la que mandaba. La Rusa le propuso irse para el norte de Madrif, lejos de la tutela de La Gallega, pero él evadió un compromiso peligroso, –“Déjame pensarlo”– le dijo. La Rusa sabía que El Pepe era una mina de cuentas de vidrio y lo quería en sus burdeles. Le ofreció protección para el hijo y él se mostró receptivo a la propuesta, aunque temeroso; solamente pensar lo que la Gallega le haría al pequeño le había puesto la carne de avestruz. –“¿Y si lo mata… o lo mete en el negocio?”–, va pensando mientras recuerda otros chamacos frecuentes ahora por la ciudad. “Piénsalo perro…”, le dijo La Rusa en el último encuentro, –“Y piénsalo rápido no vaya ser que venga y te abra en dos como le hice a la cara de La Gallega gorda esa”–; pero no tenía claro el beneficio, –“Al final es el mismo perro con diferente collar”–. La única esperanza que le quedaba era que la cubana quisiera sacarlo del país.

Conoció una cubana poco tiempo atrás que lo había tratado bien y que no era como las otras. Le había comprado unas alpargatas nuevas y le regaló unas cuentas de colores para que le comprara algo al muchacho. Quedaron en verse de nuevo, pero no estaba seguro. Cualquier cosa podía pasar. Era una mulata imponente con caderas, tetas y nalgas grandiosas. No era que le agradara demasiado; pero ¿que iba a hacer?; si se le presentaba la oportunidad tenía que aprovecharla. Sobre todo lo hacía por el niño; allá en Cuba el muchacho iba a tener lo que quisiera, iría a buenas escuelas, tendría los mejores juguetes y muchas, muchas cuentas de colores. Precisamente por el niño se presentaba el primer obstáculo, porque a la cubana no le hizo mucha gracia cuando supo lo del muchacho; mencionó no agradarle criar hijos de otras mujeres, quería tener los suyos propios y aunque ella tuviese muchas cuentas de vidrio, –“Un hijo ajeno siempre resulta un estorbo”–. No habían quedado en nada fijo, aunque ella le dijo que él le gustaba mucho y que se volverían a ver, eso dijo: –“Nos volveremos a ver”–.

El Pepe transita por El Prado con todas esas preocupaciones en la cabeza; La Gallega, cada vez más agresiva; La Rusa exigía una respuesta; y la cubana, su única esperanza de salir de esta vida de mierda…

Un automóvil blanco y azul se detiene frente a él, del cual bajan dos mujeres corpulentas, de uniforme, que se le enciman caminando aparatosamente.

–Muéstraaameee tu documeeentooo– le exige una de ellas, con un marcado acento andaluz, situándosele en el frente, mientras la otra quedaba a sus espaldas.

El Pepe se busca en el bolsillo pero no encuentra la identificación. Comienza a temblar y un sudor frío le recorre las espaldas.

–Se me quedó en la casa oficial. – Miente deliberadamente, porque a las policías del interior no les gustan para nada los putos del interior.

–Pos tas jodío. – Dice la de mayor rango, una teniente. La que está detrás lo toma por los hombros y lo arrastra hacía un lugar oscuro seguido por su compañera.

–Ven acá putico de mierda, ahora vas a saber lo que es bueno. – Dice la teniente
Detrás de las columnas se levanta la gruesa falda y le muestra el enorme sexo velludo. Una mueca de repugnancia se dibuja en la cara del Pepe que está aterrorizado.

–“Mámamela putico de mierda, para que tú sepas lo que es una papaya de verdad”– le dice mientras lo fuerza a ponerse de rodillas frente a ella.

La otra policía se ríe a carcajadas, se levanta la falda y comienza a masturbarse, mientras El Pepe obedece, sin alternativas, las órdenes dictadas por la oficial. Sabe que está obligado a satisfacer sus asquerosas exigencias, para no ser llevada a la estación de policía.

–Arriba puto, mama, saca la lengua y mama.

Mete la lengua con repugnancia en la prominencia de vellos que se le ofrece ante sus ojos; –“Esta cabrona hace como tres días que no se lava”– piensa, al sentir el fétido olor saliendo de la vulva gigantesca, como fruta podrida, que le ofrece la portadora. Le frota el clítoris con la lengua, mientras la corpulenta mujer exhala gemidos de placer; –“Así pepe, así, mámamela como tú sabes, méteme la lengua, dale, putico de mierda”–. El pepe obedece lo que le ordenan mientras piensa asqueado; –“Estas malditas, siempre dispuestas a tener sexo de las maneras más aberradas, no se conforman con tenerlo con el pene como es natural, quieren que le metas la lengua en el culo sucio”– Está a punto de vomitar cuando ya la oficial está en su clímax; la otra se acerca excitada y toma la mano de la oficial, cuyos dedos introduce en su vagina y comienza a menearse incoerciblemente, hasta que ambas terminan y apartan al Pepe de un empellón; se besan con fruición como si quisieran devorarse una a la otra. El Pepe se levanta y escapa furtivamente antes que ellas se percaten, alejándose presuroso calle abajo mientras el auto oficial permanece abandonado en la acera.

–“Salí bien”– Por lo menos no lo llevaron a la jefatura. –“La última vez La Gallega movió sus influencias con la capitana”– Lo soltaron, sin que lo ficharan y lo regresaran a Barcelona.

Después tuvo que trabajar tres meses al veinticinco por ciento para devolverle a La Gallega el precio de su libertad. –“Por esos días me enfermé”– Las cuentas de colores apenas le alcanzaban para alimentar a su hijo y para mandarle algo al viejo que había quedado, allá, en el pueblo. El padre lo hacía trabajando de secretario de Malinche, una magnate azteca, dueña de un negocio de milpa aquí en Madrif; –“Le mentí porque le había prometido que no iba a seguir este oficio”– Por eso se fue del pueblo, porque allá todo se sabe: –“Pueblo chiquito infierno grande”– Pero esta teniente y la otra lesbiana la tenían cogida con él, cada vez que lo veían buscaban la oportunidad para hacer esas asquerosidades que le repugnan tanto. La Gallega no puede hacer nada como no sea pagar para que lo dejen trabajar y no lo deporten.

IV

Camina asqueado, alejándose del auto policial y de las depravadas mujeres, llega a la esquina del Jardín Botánico o de lo que fuera el Jardín Botánico; actualmente es un potrero, donde los vecinos llevan a pastar las cabras. Ya no existe la cerca, cuyas rejas han sido arrancadas y utilizadas en las ventanas de las casas, protegidas de esta manera de los abundantes ladrones; los ladrillos han ido a formar parte de las paredes de algunas covachas, levantándose numerosas en el interior del parque del Retiro. Está oscuro y el lugar es peligroso. Allí operan bandas de delincuentes que se dedican a asaltar a los que, por extrema necesidad, se aventuran a pasar en horas nocturnas por aquel lugar. Cruza la calle hasta la calzada de Viracocha, y toma rumbo del Paseo de Santa Oshún de la Cabeza, la calle está casi desierta excepto unos pocos transeúntes que se dirigen a la estación para marcar en la cola de los trenes de la próxima semana. Desde este punto se avizoran las desnudas estructuras de la cubierta de la antigua estación. Hace algunos minutos sintió que lo seguían, era apenas una sombra detrás de él. Se da prisa, la estación le queda a la izquierda, toma rumbo contrario, hacia el Museo Centro de Arte de la Reina Guanima, allí tiene su cueva; apenas una cama para él y el niño; un retrete, una mesa y un anafe de carbón. El edificio había sido desmantelado, la inmensa fachada mostraba los vanos desprovistos de las amplias ventanas, del que había sido también un hospital, excepto en algunos lugares, donde personas sin hogar, como él, se habían refugiado. De los ascensores de acero y cristal, otrora adosados a la fachada, sólo permanecían algunos hierros viejos que pertenecieran a las guías o carriles. –“De todas maneras esos ascensores nunca le convinieron al edificio, ni cuando estuvo en sus mejores tiempos, con ellos, el museo parecía un santo con pistolas.”– El Pepe se acerca por un lateral hacia una puerta conducente a las escaleras que lo llevarán a su piso, en el que espera encontrar al niño dormido. Un grupo de drogadictos se dopa con jeringas sobre unos bancos de granito, milagrosamente intactos, en la plaza que rodea al edificio y algunos fuman marihuana; siente el olor característico del Cannabis, mientras unos puntos incandescentes pasan de un bulto a otro. Iluminados por la luna, los voluminosos depósitos de basura se muestran fantasmagóricos –“El servicio de recogida ya no funciona en esta parte de la ciudad”– La sombra se acerca y está ahora pisándole los talones; pero cuando llega junto al acceso, la sombra se detiene y se oculta detrás de una montaña de escombros.

El Pepe sube los peldaños que lo separan de la entrada, abierta como una boca desdentada y accede a un oscuro pasillo. De repente una alta figura se le interpone en el camino. Sorprendido por la aparición trata de retroceder, pero una mano engarrada, con unas poderosas uñas, le ataja por las solapas.

– ¿Adonde tú vas puto lindo?– Siente un ronco acento eslavo casi en sus oídos. Un aliento caliente de cebollas le golpea en pleno rostro y siente que está a punto de desmayarse.

– ¿Como estás Rusa?– Son las palabras que le surgen temblorosas, apenas con un hilo de voz.

– ¿Yo no te había dicho que venía a buscarte?– le espeta la vigorosa mujer mientras le asesta un recio golpe en el rostro.

–Deja a mi padre, perra. – grita una voz infantil detrás de La Rusa. Esta, con la mano libre, le pega al muchacho que comienza a llorar.

–Aléjate Pepito, ve para el cuarto – dice El Pepe.

El niño asustado, se retira un poco al oír la voz de su padre que, forcejeando inútilmente, trata de desasirse de los acerados garfios de La Rusa.

– ¿Yo no te había dicho que vinieras a trabajar conmigo, puto malo?– le dice esta mientras le vuelve a pegar.

–No he podido evadirme de La Gallega. – Se justifica El Pepe. La Rusa le pega ahora en los testículos. Él se revuelca por el piso de dolor y ella lo patea.

–Papaaá– grita el chama desde un rincón.

– ¿Tú crees que soy entupida? – La Rusa le propina otro golpe. –Te he visto con la mulata esa y sé que te quieres pirar. – Otro golpe en los testículos que le duelen con horror. – Te dije que te iba a rajar como a La Gallega.

Un golpe le da en el rostro al Pepe. Se cubre con las manos infructuosamente. La Rusa lo golpea con la punta de la bota en las costillas. El Pepe se retuerce del dolor y exhala un gemido desconsolado. El niño aprovecha una brecha y escapa corriendo, chillando en la oscura plaza, mientras adentro continúa la paliza.

–De mi no se burla nadie, me oíste… te lo buscaste – Lo aporrea sin clemencia – Yo no soy la Gallega esa, a la que le puedes ir con un cuento, yo soy Marinovka La Rusa y el que me la hace, la paga…

–Pues yo vengo a cobrarte Rusa… Una recia voz retumba desde el umbral de la puerta. La Gallega, llega arrastrando al muchacho.

La Rusa da un paso atrás y deja de golpear al Pepe que no para de sollozar, hecho un ovillo en el suelo; se siente sorprendida en territorio enemigo, pero no quiere soltar la presa; se inclina y levanta al Pepe con la mano izquierda, mientras en la derecha esgrime un puñal.

–Lo rajo, me oíste, si te acercas, lo rajo como a una calabaza – grita amenazando al Pepe con el arma.

La Gallega había pasado por El Prado recogiendo la recaudación de la noche y la teniente le informó el rumbo del Pepe; llegó a la plaza en el mismo momento en que el muchacho escapaba del edificio; enseguida comprendió lo que ocurría. Ahora, suelta al muchacho, que retrocede despavorido y empuña la Sevillana y se adentra en el oscuro pasillo; se detiene momentáneamente.

– Tú no tienes la papaya tan grande, si lo picas, te mato.

La Rusa viéndose amenazada le da un tajo profundo al Pepe en el abdomen y lo tira contra el piso. El Pepe cae como un plomo, su cabeza rebota contra el duro suelo y comienza a desangrarse. La Rusa espera a La Gallega con el puñal empapado de la sangre del Pepe y esta se aproxima sosteniendo el arma en la diestra; la poca luz de la luna penetra propiciando un leve destello sobre el acero pulido.

–Te voy a matar perra, encomiéndate al patriarca ruso porque te voy a matar.

Mientras se enfrascan en la pelea, una sombra sale de entre los escombros y corre por la plaza hacia la avenida mientras el niño llora sin consuelo, creyendo al padre muerto.

La Rusa se envuelve el brazo izquierdo con un amplio pañuelo en el que lleva bordado el osito Misha; La Gallega se quita las alpargatas para tener mayor movilidad. Fieramente comienzan a tirarse estocadas con las afiladas armas. La Rusa es más alta y tiene mayor alcance en sus brazos, pero La Gallega es muy fuerte y se mueve como un jabalí defendiendo una piara asediada por los perros. El Pepe sigue desangrándose en el piso y La Muerte merodea cerca de aquel lugar convertido ahora en El Averno. Entran en el cuerpo a cuerpo cerca de la puerta, forcejean y jadean como dos búfalas en celo; se separan de un brusco empellón y La Gallega rueda por las escaleras de acceso. La Rusa la persigue como una fiera. La Gallega trata de incorporarse, pero ya es tarde, la otra está encima de ella y halándola por el tope, le hunde, hasta el cabo, el puñal en el corazón, diciéndole: –“Guárdame esto ahí”–. La Gallega se derrumba mientras suenan unas sirenas cercanas. La Rusa la patea pero no siente reacción alguna. La Gallega yace muerta. Las luces azules intermitentes aparecen en la calle y el aullido de las sirenas es ensordecedor. La Rusa echa a correr y se pierde entre las montañas de escombro.

V

Una ambulancia se desplaza velozmente por el Paseo de La Castellana, conduciendo al Pepe muy mal herido. Había perdido ya mucha sangre cuando los paramédicos llegaron para contener la hemorragia; lo metieron en la ambulancia destartalada y lo conducen al hospital de Los Desamparados, en Fuencarral, al norte de la ciudad. A la altura de la Biblioteca Nacional abre los ojos y aunque su mirada esta algo empañada puede distinguir dos sombras apenas, que lo acompañan: una es Don Quijote, la otra es La Muerte.

–Quijote, amigo mío, no dejes que esta señora me lleve. – Le dice, apenas sin fuerza, al caballero de la triste figura.

–Hay cosas en la vida que no pueden evitarse y una de ellas es La Muerte – le responde el viejos pero no hables, trata de descansar, mientras hay vida hay esperanza; “todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca.”

Pero ya él ha perdido todas las esperanzas; –“Las esperanzas de salir de esta vida maldita, de La Rusa, de La Gallega, de la teniente de la policía, de la miseria”–. Ha perdido la esperanza de irse a vivir a Cuba con la mulata, de sacar a su hijo de este abismo. Está acabado; lo que más lo aflige es el muchacho; ¿Qué será de él?, ¿Llegaría a hacerse un hombre de bien o caería en las manos de otra Gallega o de una Rusa?, ¿Quién sabe si tendría mejor suerte y empataba alguna mulata? Pero para él todo ha terminado, la vida se le apaga en su interior, todo le parece ya muy lejano, cierra los párpados y comienza a sentir unas voces en sordina, como de niños jugando en la playa y el rumor de las olas y el olor del mar, un hermoso mar tropical; el agua con todos los tonos del azul y muy cálida y una brisa refrescante que le recorre el cuerpo y le alivia el ardor de la quemaduras del sol. Ya casi inconciente siente una agradable voz como en un susurro:

–Pepe…, Pepe… Despiértate viejo.

–Eh… Eh… ¿Qué Pasa?

– ¿Qué que pasa…? Que te has quedado dormido. Mira como te has babeado todo ahí debajo de la sombrilla, estás colorado como un camarón enchilado.

– ¿Me he quedado dormido...? ¡Me he quedado dormido!– Se pregunta y se responde a si mismo, se incorpora en la blanca arena y esboza una torpe sonrisa.

–Si, te has quedado dormido. Dame dinero, por ahí viene La Gallega vendiendo tamales…, anda, que La Gallega hace los tamales más sabrosos de Varadero. Ah… y después voy al puesto de La Rusa a comprar champola fría.

– Si, como no, toma.

Saca algunos de dólares de la billetera y se los entrega a la mulata, que ya se aleja contoneándose por la playa, moviendo el trasero suculento apenas cubierto por el hilo dental. Todos los hombres se empeñan en mirar a la mulata. Él mira hacía la playa. Cheíto juega con esos mulaticos amigos de la escuela y se ve alegre golpeando la nueva pelota de brillantes colores que le ha comprado El Pepe quien comprende de repente que ha aprendido a querer al muchacho, como si fuera su propio hijo.

Súbitamente, una sombra le tapa el sol de la cara; levanta la vista y se topa con una extraña figura; es un viejo de cuerpo enteco y tez morena, con la barba y cabellos enmarañados.

– ¿Me daría el caballero una moneda para el almuerzo?– le dice el viejo.

–Si, como no, viejo. –El Pepe extrae un billete y se lo entrega diciéndole. – ¿Le conozco de alguna parte?

–Pudiera ser. Yo vengo por aquí a menudo – Responde el viejo mientras observa detenidamente el billete, luego dice: –El caballero se ha equivocado, esto billete es de a cien.

–No, no me he equivocado mi viejo, que le aproveche.

–Gracias caballero. Que Changó lo proteja y Eleguá le abra los caminos.

– Vaya con Dios.

El viejo se aleja, cantando en una lengua africana. El Pepe lo observa mientras la desgarbada figura se va perdiendo entre la muchedumbre de los bañistas.

En ese momento, siente una voz sepulcral que lo retorna del sueño ordenándole en tono imperativo –“Vamos Pepe, ya es hora”–. Un miedo colosal lo invade al oír estas palabras; trata desesperadamente de regresar a la playa, a Cheito, a la mulata, pero ya no es posible, todo ha terminado; se estremece convulsivamente mientras deja escapar el último suspiro.

El día comienza a clarear y se anima la vida en la ciudad, los últimos putos de la madrugada, regresando a sus tristes covachas, escuchan la siniestra intensidad del gemido de una ambulancia, que corre, ya sin sentido, por el Paseo de la Castellana.

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